El valor de la privacidad

Es sensato preguntarse si una de las consecuencias no previstas de la revolución digital de las últimas décadas es la pérdida del valor de la privacidad

José María Agüera Lorente

Sábado, 21 de mayo 2022, 23:36

Este revuelo político que ha provocado el público conocimiento de que se ha espiado a ciertos políticos a través del programa informático llamado Pegasus a ... mí, personalmente, me ha movido a un cierto estado de melancolía. Sospecho, a raíz de este asunto que se ha llegado a calificar de escandaloso, que ya pasó la época de esos espías cuyos novelescos avatares glosaran escritores como John le Carré, personajes de alma atormentada y trágica relación con la auténtica naturaleza de su trabajo, la cual tiene que ver con lo más miserable de la condición humana, aunque se quiera disfrazar con los nobles ropajes del patriotismo.

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Por otro lado creo que no se repara lo suficiente en el hecho de que quienes practican ese espionaje de baja estofa continuamente y a escala mundial –o, en versión más sofisticada, esa recopilación de datos– no son precisamente los servicios de inteligencia estatales, sino las grandes compañías tecnológicas, como Facebook y Google. Resulta cuando menos paradójico y hasta desconcertante que se haga alarde de preocupación por controlar lo que el Estado hace en las sombras para invadir la privacidad de la élite política, pero aceptemos al mismo tiempo con toda la naturalidad lo que la filósofa Carissa Véliz denomina «capitalismo de la vigilancia», practicado desde hace tiempo por las grandes compañías que tienen acceso franco y continuo a todo lo que hacemos en los dominios del mundo digital, gran parte de lo cual, extramuros de internet, aceptamos compartir motu proprio con muy pocas personas o incluso con nadie.

Tenemos que recordar la novela de George Orwell, 1984. No podemos –y no debemos– dejar de tenerla en mente para interpretar con lucidez lo que nos pasa actualmente. En ella se expone magistralmente una de las verdades políticas que más nos tendrían que preocupar, pero que pasa prácticamente inadvertida en medio de tanto ruido mediático: la privacidad es poder. Eso es lo que significa esa frase que domina la vida de la sociedad que nos describe Orwell en su novela. «Big brother is watching you» es la declaración del poder omnímodo, del que no cabe escapatoria. Hace algo así como una década traté en clase este tema del peligro que podía correr nuestra privacidad debido a la imparable extensión del uso de internet y de las redes sociales (estábamos en plena eclosión de Facebook). El hecho de que todo usuario digital fuera un permanente proveedor de datos sobre él mismo, que entregaba sin el menor reparo y de forma totalmente gratuita a las grandes compañías del sector me parecía motivo de preocupación. Cuando expuse la cuestión a mis jóvenes alumnos, ya nacidos con Internet en sus vidas y la mayoría usuarios de esas plataformas virtuales que hoy son algo natural en nuestro día a día, lejos de compartir mi desazón me replicaron que tenía su lógica que las empresas obtuvieran algo a cambio de ofrecernos en abierto tan golosos servicios.

Es sensato preguntarse si una de las consecuencias no previstas de la revolución digital de las últimas décadas es la pérdida del valor de la privacidad. Nadie puede negar a estas alturas que las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) han dado muestras irrefutables, conforme ha ido avanzando su implantación en todos los ámbitos de nuestras sociedades, de ser un factor que ha transformado significativamente nuestro modo de vida. Su repercusión es inconmensurable en lo que se refiere a la economía, pero también es de hondo calado en los ámbitos de la ética y de la política.

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Hemos constatado por lo ocurrido con la elección de Donald Trump y por el referéndum del Brexit que la manipulación de la voluntad de los votantes es un hecho. Para que esa manipulación fuese posible sabemos que se hizo uso de los datos extraídos de millones de usuarios de internet que entregaron la llave de su privacidad a las grandes compañías tecnológicas, las cuales disponen de ellos sin nuestro consentimiento.

Paradoja de las paradojas es que sea la en muchas ocasiones denostada autoridad regulatoria de la Unión Europea la que venga a salvarnos de los excesos de nuestra libertad que deriva en el «dataísmo» (palabra acuñada por el filósofo Byung-Chul Han) por el que cada usuario de internet se convierte en mercancía y entrega gustosamente las claves para su manipulación económica y política. Por el reciente acuerdo del sábado 23 de abril la UE se compromete al desarrollo de una nueva legislación que defenderá nuestros derechos como internautas: la ley de servicios digitales. Esta ley tendrá por finalidad erradicar algunas de las prácticas publicitarias más nocivas de las plataformas digitales; también servirá para contener la difusión de bulos, información errónea y discursos que fomentan el odio, así como para impedir que se haga un mal uso de nuestros datos personales, etc.

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Se requiere, pues, tomar conciencia de la disrupción que en el ámbito de la ética causa la implantación y extensión del uso de las TIC. Hay que saber que ejercen un efecto a la hora de que los individuos proyectemos nuestro ideal de vida buena, inconcebible sin el sagrado valor de la privacidad. Si no lo apreciamos como lo que es, un bien colectivo que no una propiedad privada de la que cada cual dispone a su antojo, entonces renunciamos a una de esas condiciones imprescindibles para vivir la vida que cada cual desea vivir. Regalar nuestros datos personales –dejarnos vigilar sin control– es dar un poder con consecuencias potencialmente peligrosas tanto para nuestra libertad personal como para la democracia.

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