En la circunnavegación entre un mar de olivos, me invadía un sentimiento parecido al de Magallanes y Elcano, en su odisea de hace 500 años al descubrir tierras asiáticas
Javier PEREDA PEREDA
Jaén
Viernes, 9 de abril 2021, 01:47
Durante la Semana Santa, desde hace muchos años, tengo la suerte de hacer ejercicios espirituales en Antequera. El año pasado fue una excepción por la declaración del estado de alarma ante la emergencia sanitaria. Sin embargo, éste, observando las prescripciones administrativas y sanitarias, lo he ... afrontado con mayor ilusión. Con la creciente afición por la práctica del deporte del ciclismo, tenía interés en realizar la Vía Verde del Aceite –quedó inaugurada con el milenio– desde la capital del Santo Reino a la ciudad de los dólmenes megalíticos y del Torcal kárstico. Con el espíritu de superación de los deportistas, que lleva a nuevos retos y metas, era un objetivo a alcanzar. Una vez que estaba fijado el 'cuándo', sólo había que planificar el 'cómo'. Había realizado en múltiples ocasiones el trayecto de Jaén a Martos, pasando por Torredelcampo y Torredonjimeno, con el aliciente de la subida al santuario de la Virgen de la Villa. El tramo más largo que había realizado en bicicleta de montaña era hasta la antigua estación de ferrocarril de Alcaudete: 100 kilómetros (ida y vuelta) en cinco horas. Ahora, el nuevo reto consistía en atravesar un 'viacrucis' de pueblos de la sierra Bética y la Subbética –desde Jaén hasta la antigua estación de tren de Lucena (100 km)– entre un paisaje de castillos, túneles, puentes, viaductos y lagunas. Desde la 'Perla de Sefarad' hasta la mencionada ciudad malagueña –centro geográfico de Andalucía–, el trayecto más directo y menos transitado discurre durante 50 km por la carretera nacional 331.
Sirva esta crónica –como hiciera Antonio Pigaffeta– surcando las líneas férreas, para plantearse si las fuerzas flaquearían antes de alcanzar la vega antequerana. La duda en esta aventura inédita radicaba cómo abordar los últimos cincuenta kilómetros, cuando el cansancio hubiera hecho mella. Mi amigo Francis, que había realizado el recorrido hasta la costa malacitana en ocho horas, me dio consejos concretos. Kiki, otro amigo, brillante técnico de la fabricante californiana 'Specialized', puso a punto la máquina e hizo hincapié en los pinchazos, además de regalarme una bebida energética. Del equipaje para la estancia en el curso se hacían cargo unos amigos. El día 'D', comienzo de la expedición, amenazaba lluvia. La emoción por lo desconocido contribuyó a que la noche anterior fuera complicado conciliar el sueño. En la circunnavegación entre un mar de olivos, me invadía un sentimiento parecido al de Magallanes y Elcano, en su odisea de hace 500 años al descubrir tierras asiáticas. Contemplar el paisaje y cada enclave con siglos de historia, sus fortificaciones musulmanas, las reliquias de la reconquista por Fernando III el Santo y divisar las iglesias de cada pueblo, dan un vuelco al corazón de alegría. En Luque sobresale la belleza de su castillo islámico, el 'Venceire'. En Zuheros sus casas blancas están coronadas por una encantadora fortaleza musulmana. En Doña Mencía (López de Haro), que da nombre a la esposa del capitán Álvaro de Castro. En Cabra me vinieron sentimientos encontrados: sonreí al recordar la anécdota entre el ministro Solís y el catedrático Muñoz Alonso en las Cortes franquistas, al explicarle éste las raíces latinas del gentilicio egabrense (para evitar el adjetivo malsonante); entristecí por el bombardeo republicano que costó la vida a 109 inocentes civiles.
La siguiente parada para el avituallamiento fue en 'Lusena' (con deje lucentino), que evoca a la Patrona Nuestra Señora de Araceli y también a legendarios amigos. Aquí el error de cálculo se convirtió en el espejismo de que faltaba una hora (luego serían tres) para terminar la gesta; las breves paradas para reponerse, las barritas energéticas, el potasio de los plátanos y la hidratación, no fueron suficientes. Después crucé la ciudad y los extensos polígonos industriales del mueble hasta llegar a Benamejí (cuyo nombre delata sus orígenes); vadeé el río Genil y admiré la peculiar iglesia con su prominente torre. Para descansar y descabalgarse de la compañera de viaje 'Catalina', había que esperar: no conté con el fuerte viento en contra de componente sur, ni con un suave 'Tourmalet'. La epopeya de 150 km en ocho horas será inolvidable. La vuelta –aunque la experiencia es un grado– también fue una prueba de supervivencia. Un paradigma de la vida. Recordaba entonces al infatigable viajero Pablo de Cilicia: «He peleado el noble combate, he alcanzado la meta».
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