El viaje
chapu apaolaza
Viernes, 27 de marzo 2020, 03:25
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chapu apaolaza
Viernes, 27 de marzo 2020, 03:25
El confinamiento ha resultado un viaje. Las primeras expediciones han sido a partes de la casa que no había concebido hasta ahora, al menos en toda su dimensión. Como cuando nos damos cuenta de que queremos dar la vuelta al mundo y no conocemos Orense, ... nos han tenido que encerrar para descubrir la casa y lo que había en ella. Como si mirara una naranja con afán descriptivo, he ido anotando mentalmente todas las cosas que estaban allí y en las que no había reparado: el ángulo con que incide el sol sobre los objetos, la dimensión que algunos espacios toman gracias a la luz y que resultan hoy distintos. La luminosidad y los colores otorgan a las casas aspectos e identidades distintas; casi hay una casa por hora. Es curioso lo definitivo que resulta una morada para uno, la cantidad de recursos que le dedica y la poca atención que le dedica. Despreciábamos nuestras casas hasta ahora, cuando bendecimos la suerte de tener una. Un frigorífico lleno, cerveza aunque sea de la segunda marca, papel de doble capa y un techo.
Así, deslumbrado por lo cotidiano –que es el estado esencial del viajero, no del turista– he ido pasando los primeros días de encierro. Subir a la buhardilla era un pequeño viaje a la Alcarria. Pienso en estos días en volver a la Alcarria, a los campos de Lavanda, violetas y calmados como la etiqueta de un champú y los tomillares resecos que recorría Cela con su mochila y su andar grave. Cela fue a contar Guadalajara porque era un sitio muy bonito al que no iba nadie, casi como mi buhardilla. Cómo me gustaban aquellas escenas de arrieros, siestas en el camino y sobre todo la del niño que hacía pis desde un tejado. Hace unos años volví a aquellas tierras tras las oraciones de Cela y encontré el camastro de la cárcel donde durmió, al actual alcalde de Brihuega –un tipo encantador–, al gran Campi el pintor y a la niña aplicada que servía en la posada, una nonagenaria que ya tenía la cabeza perdida.
Para que no desaparezcan, las cosas hay que mirarlas primero y soñarlas después. Recuerdo las aguas chocolate del río Mara bajando con la prisa y yo en la orilla escribiendo las cosas que había visto con una cerveza Tusker y después otra más.
En otra orilla frente a mi escritorio vivía un cocodrilo de sesenta metros de largo cubierto de tierra marrón clara como un tanque de los marines al que apodábamos Brutus, pues mi amigo Bill tenía la costumbre de bautizar a los animales que nos rodeaban con nombres de personajes de la antigua Roma. Brutus esperaba a que la corriente le sirviera los cadáveres hinchados de algunas bestias que devoraba como esos tipos que se sientan solos en los restaurantes con una cinta que transporta comida japonesa (circula en cintas por la barra).
Así estoy yo, mirando por la ventana, pero no pasa nadie. Todo está ahí fuera: el lago Alice del Monte Kenia, el atardecer rosado sobre las lomas de arena del desierto del Namib y el Pabellón 9 de Ifema. Al pie de la colina de Canillas en Madrid, que podría ser el Monte Ngong anochece el Palacio de Hielo con su carga de frío y los chacales de madrugada le aúllan su desgracia. Hace diez días que los perros del barrio no paran de ladrar.
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