La vida sin Skype

En un abrir y cerrar de ojos, todos hemos aceptado, incluso los más viejos y rebeldes, esta nueva vida digital, olvidando los viejos prejuicios

julio grosso mesa

Martes, 19 de enero 2021, 23:28

Las cosas cambian. Lo que ayer estaba de moda, hoy ya no existe. Y mañana solo será un artículo usado en Wallapop. Los humanos también cambiamos. Modificamos nuestros hábitos y dejamos atrás viejas costumbres que, de repente, de un día para otro, nos parecen anticuadas ... y obsoletas. Y así vamos mutando la piel y viviendo, año tras año, en la inercia con la que empujamos los días. Sin apenas darnos cuenta.

Publicidad

Mi cuñado Alfonso es pediatra y trabaja en Irlanda. Hace más de un lustro decidió cambiar Sevilla por una tranquila ciudad al sur de Dublín. Y todavía no se ha arrepentido. Desde entonces sumó un nuevo hábito a su rutina diaria: comunicarse por Skype con su familia andaluza. Un ritual que practica todas las tardes, a su regreso del hospital. Caída la noche, mientras prepara la cena y termina las tareas domésticas, mi cuñado planta su portátil en la mesa de la cocina y llama a padres, hijos y hermanos. Las conversaciones siempre fluyen, se solapan y extienden hasta después de la cena.

Reconozco que durante los primeros años fui bastante reacio y crítico con este tipo de encuentros virtuales. Siempre me habían parecido bastante impostados. Muy endebles respecto a la comunicación no verbal. En las conversaciones presenciales compartimos un mismo espacio, ya sea un bar o una oficina, el ambiente, las sensaciones táctiles y olfativas, los ritmos corporales, las posturas. Todo comunica, incluso la distancia social. Y todo este contexto se pierde en las comunicaciones online.

Mi desapego con lo digital había comenzado mucho antes, cuando empecé mi tesis. Entonces, tuve que abrir una cuenta de Skype para hacer entrevistas a distancia, pero durante los cinco años que duró la investigación, siempre preferí conocer personalmente a mis fuentes. Viajar era, antes de la pandemia, bastante sencillo y barato. Y solo usé la videoconferencia en contadas ocasiones. Cuando ya no quedaba más remedio.

Publicidad

Pero admito que, poco a poco, las conversaciones por Skype con mi familia irlandesa se fueron haciendo más habituales y fueron cambiando mis primeras impresiones sobre las videollamadas. Durante los últimos seis años hemos compartido, a través de la pantalla, nuestros problemas y preocupaciones. También muchas risas, humor y buenas noticias. Hemos llegado incluso a cenar juntos, a tres mil kilómetros de distancia. Cada familia en su cocina. Cada una con su propio menú y sus circunstancias.

En efecto, las cosas cambian. Y el futuro de las comunicaciones mutó radicalmente, como tantas otras cosas, en el histórico 2020. La crisis de la Covid-19 ha supuesto una revolución social que nos ha obligado al teletrabajo, la docencia online, las compras, los encuentros y las relaciones virtuales. La tecnología se ha consolidado finalmente como el gran icono de la modernidad y la única esperanza de los mercados.

Publicidad

Los grandes ganadores de la pandemia han sido Amazon, Zoom, Netflix, Glovo y otras grandes plataformas digitales. Y nosotros, simples consumidores, hemos modificado rápidamente nuestros hábitos y costumbres. Y sin casi darnos cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, todos hemos aceptado, incluso los más viejos y rebeldes, esta nueva vida digital, olvidando los viejos prejuicios y tumbando definitivamente nuestros grandes y ahora obsoletos argumentos.

Para poder teletrabajar durante la cuarentena, tuve que mejorar mi conexión a Internet, habilitar una VPN y aprender el uso de Zoom, Google Meet y Adobe Connect. Skype ya me resultaba familiar. Para seguir dando clases en la Universidad cambié, de un día para otro, la Guía Docente de mi asignatura: reduciendo contenidos, modificando métodos, sustituyendo prácticas, probando herramientas de Moodle y desarrollando nuevas habilidades frente a una webcam. Y para seguir aprendiendo inglés, tuve que recurrir a una empresa especializada en clases online.

Publicidad

Los colegios y los institutos, los cines, teatros y salas de conciertos estuvieron cerrados demasiados meses. Y para sobrellevar los días interminables del confinamiento y la convivencia familiar, muchos tuvimos que abonarnos a Netflix, Prime Vídeo, HBO, Filmin o Disney+. Hasta para poder comprar el pan y la leche, nos olvidamos de las monedas y billetes y caímos en la vieja trampa de la tarjeta de crédito y en la nueva comodidad de Bizum. Y así fue todo durante este último año.

Los cambios no son siempre graduales, ni el resultado de nuestra propia evolución, madurez y sentido común. Muchas veces, los nuevos usos sociales llegan en aluvión y nos pillan desprevenidos. No hay tiempo para el ensayo. Ni para evaluar sus pros y sus contras. Pero, pasada la conmoción, los usos se transforman enseguida, silenciosamente, en los hábitos dominantes. Los aceptamos de forma automática como parte de nuestra nueva vida. Y el futuro ya nunca será igual.

Publicidad

El resultado de los cambios tecnológicos y de los nuevos hábitos que ha traído la pandemia es un mundo más injusto y con mayores desigualdades. Un planeta hiperconectado, que paradójicamente, está más dividido que nunca. Un gran mosaico de sociedades, con individuos más dependientes y solitarios. Con muchísimas personas indefensas frente al sistema, como los ancianos. Y con otras tantas que han perdido la capacidad para reflexionar y aprender de los errores.

Discúlpeme, pero tengo que atender una videollamada de Alfonso desde Irlanda y debo acabar ya este artículo. Hemos quedado para compartir unas cervezas y comentar nuestros confinamientos de Navidad, el asalto al Capitolio y la borrasca Filomena. Hoy es difícil imaginar nuestra vida sin Whatsapp, Twitter e Instagram. Sin Netflix, Amazon ni Skype. La fuerza más potente es la inercia con la que empujamos los días, pero todo tiene siempre su lado bueno. ¿Verdad?

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad