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La publicación por el CIS de un estudio sobre cómo se ha distribuido el voto católico entre los distintos partidos políticos en las últimas elecciones generales de 2019, puede darnos algunas claves sobre la confesión más representativa de la sociedad española. Los datos que nos ... facilita el cuestionado organismo prospectivo se realizan una vez que ya se conocen los resultados, por lo que se descarta un posible interés en orientar el voto. El número de católicos se acerca a las cifras de años anteriores con un 70,6%; entre ellos, los que practican (22,4%) son la mitad de los que no lo hacen (48,2%). Esta primera distinción es reveladora de la tibieza de los católicos, pues denota falta de autenticidad y de coherencia. Esto nos lleva a pensar que la transmisión de la fe católica se realiza por la tradición familiar y cultural, pero que no implica un compromiso real y práctico en la vida diaria: en el ámbito familiar, profesional o público. Confirma aún más esta teoría el dato de que entre los católicos que practican, sólo la mitad de ellos (12,3%) acuden a Misa todos los domingos o festivos. Que un católico entienda el verdadero significado de la Eucaristía parecería lo normal, pero no se puede decir que todos tengan esa sólida formación religiosa.
El hecho de que muchos católicos, por ejemplo, hagan lo imposible por no perderse la próxima procesión de Semana Santa, pero no le den importancia al precepto dominical, manifiesta una clara falta de formación. Esto lleva a plantearnos cómo se transmiten las verdades de fe en el ámbito familiar (en primer lugar), en los centros educativos y en las catequesis. La ignorancia para entender las verdades de fe, es un mal endémico y generalizado, como lo demuestra la reciente encuesta realizada por el Centro de Investigaciones Pew Research Center de Washington, que establece que sólo la mitad de los católicos en EE UU conoce el contenido de la Eucaristía. La otra mitad, probablemente influenciada por tendencias protestantes, entiende que la presencia de Jesucristo en el pan y el vino consagrados es simbólica, y no verdadera, real y sustancial.
Los católicos no están exentos de la tentación de corromper y rebajar la doctrina católica mediante la relativización y deriva protestante de las verdades de fe, como ocurre con la grotesca imagen de la catedral de Rochester en Inglaterra. Esta catedral -arrebatada por los anglicanos a los católicos- fue la sede del arzobispo san Juan Fisher, que acabó mártir por no acceder a la inexistente nulidad del matrimonio de Enrique VIII; lo lamentable es que este mes, la nave central se ha convertido en un campo de golf con césped artificial, y en cada hoyo hay un puente, por aquello de tender puentes. Algo parecido a la desacralización de la catedral de Notre Dame en París, otrora centro vital católico. Así es como se ha vaciado de contenido algunos aspectos esenciales de la fe católica, en materias relativas al matrimonio o la pérdida del sentido del pecado (que es el mayor pecado). Ante esta situación, un tanto desoladora, algunos podrían evocar la frase pronunciada desde la tribuna del Congreso en 1931 por Manuel Azaña: «España ha dejado de ser católica» -no era cierto entonces ni tampoco lo es ahora-, pero este republicano no impidió el asesinato de muchos católicos, si bien antes de morir recibió el sacramento de la penitencia.
Aunque algunos datos no dejan de ser preocupantes, como la caída en picado en veinte años de los matrimonios canónicos desde el 80 al 20 por ciento -y continúa el descenso-, no todo está perdido. Todavía existe un trasfondo católico social como se comprueba en que la Iglesia cubre las necesidades asistenciales de casi 5 millones de españoles; uno de cada cuatro alumnos acude a un colegio concertado católico; o que un tercio de los contribuyentes asigna parte de sus ingresos a esta institución... Si no fuera porque la Iglesia católica está asistida por el Espíritu Santo, el panorama que se dibuja sería para plantearse: «¡Apaga y vámonos!». Es ilustrativa la anécdota de Napoleón con el cardenal Ercole Consalvi, Secretario de Estado con el Papa Pío VI, que en la negociación del Concordato entre la Santa Sede y Francia le amenazó con: «¡Voy a destruir su Iglesia!»; a lo que el purpurado contestó de forma sabia: «¡No, no podrá! ¡Ni siquiera nosotros desde dentro hemos podido!». Sobre cualquier católico pesa una gran responsabilidad de ejemplaridad, y se le exigirá estrecha cuenta.
No sólo a los sacerdotes, ante el doloroso y grave escándalo de los abusos a menores, cuando se espera de ellos una vida santa. Especialmente a los católicos laicos les compete estar presentes, sin esconderse en las catacumbas de su poltronería o del absentismo suicida, en los puntos neurálgicos de la sociedad (Parlamentos, Gobiernos, medios de comunicación, en el debate cultural, etc.), sin tener miedo a dar la batalla contra las ideologías contrarias a la razón y la naturaleza, aunque les suponga complicarse la vida.
No es tiempo para quejas estériles, aunque los enemigos sean más poderosos y haya que luchar a contracorriente. Ante la actual crisis social, a los católicos se les presenta una oportunidad apasionante e irrenunciable a través de su compromiso activo.
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