La primera vez fallecí en una plaza de toros portátil. No recuerdo el pueblo pero sí me vienen a la memoria los rostros ceñudos de los mozos al verme atropellado por el novillote, el gesto horrorizado de las mujeres, las manos sudorosas que me levantaron ... del suelo y el temblor de un banderillero que se pasó más de una hora sobre mi cuerpo persiguiendo un milagro que no se produjo. No había megafonía en aquella modestísima plaza pero en el tropel de esos minutos recuerdo cómo alguien preguntaba a gritos si había algún médico entre los presentes sin que nadie respondiera. Todo ocurrió años antes de que el maestro Paquirri se desangrara por una carretera entre encinas y alconornoques, preciosa para ir de excursión pero aciaga si llevas un cornalón en las ingles. Mi muerte apenas mereció un suelto en los periódicos de entonces. La del marido de la Pantoja sirvió para modernizar de golpe todas las enfermerías de España. Ya nunca más hubo que preguntar si había algún médico en la plaza. Siempre hubo clases.
La segunda vez la espiché en una peluquería del Raval, a dos esquinas de la Boquería y de una manada de turistas que asistieron atónitos a la llegada del coche fúnebre como las vacas ven pasar al tren. Ya era calvo por entonces pero me ganaba la vida como comercial de una marca de champús holandeses. La etiqueta de uno de esos botes fue lo último que leí antes de cerrar los ojos para siempre, derrumbado en un suelo ajedrezado cubierto de pelos con costras de laca. Charo, la dueña del negocio, miró un instante a su alrededor y después salió a la puerta despavorida pidiendo un médico a voces como los vendedores de periódicos del cine. Ladró un perro, pasó un camión de bomberos, un ciego le vendió dos cupones a un jubilado, pero el médico salvador no hizo acto de presencia. Mortaja y al hoyo.
La tercera, la cuarta y la quinta vez estiré la pata en lugares tan concurridos como la cola de la Torre Eiffel, una gasolinera en Villanueva de los Infantes y una carpa de la Oktoberfest de Múnich. Lo llamativo no es la cantidad de veces que me he ido al otro barrio sino que nunca haya habido un médico cerca, aunque fuese solo para certificar el óbito. Por eso me alegré tanto al leer que el otro día a un señor le dio un jamacuco en un vuelo de Menorca a Granada y le salvaron la vida dos médicos que viajaban entre el pasaje. Ocurre, esa presencia de médicos en los aviones, en el 90% de los casos y esto no me lo he inventado. Aunque quizás lo que le salvó la vida a ese hombre fue que yo iba en el vuelo siguiente.
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