La Yenka, Azaña y Brines
La Carrera ·
alfredo ybarra
Miércoles, 18 de noviembre 2020, 00:26
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La Carrera ·
alfredo ybarra
Miércoles, 18 de noviembre 2020, 00:26
El dietario está locuazmente desbordado de un fárrago de congoja, fragilidad, y verborrea, un mazacote indigesto. Visto el devenir de la pandemia y las consecuencias ... de ésta, los días se empecinan y 'pintan bastos'. Además, por nuestros linderos, fieles a la rancia tradición carpetovetónica, especialmente los políticos no ayudan al consenso en lo fundamental, y así donde unos dicen digo, los otros dicen Diego, es plato cotidiano entre partidos y algunas administraciones autonómicas respecto a Gobierno. Así estamos tristemente jugando a la Yenka, dando pasos a un lado y a otro, adelante y atrás, anteponiendo intereses partidistas y personales al bien común. Un relato bastante ininteligible, prosaico, infumable desde la razón y el sentido común, galvanizado en una Torre de Babel de compartimentos estancos avivados por una política zafia. Ahora recuerdo que se cumplen 80 años del fallecimiento en el exilio de Manuel Azaña. Azaña es una de las figuras más relevantes de la historia contemporánea de España. Fue uno de los defensores de la causa aliada durante la Gran Guerra. Colaboró en diferentes periódicos, dirigió la revista España y fundó La Pluma. En 1926 recibió el Premio Nacional de Literatura por un trabajo sobre Juan Valera y fue un notable traductor del inglés y del francés. Su idea del Estado poco tiene que ver con la que ahora se transita tanto, sin altura de miras. Su labor política fue impar como ministro, jefe de Gobierno y presidente de la República; con aciertos y errores, su altura humana es indudable. Ahí está su discurso del 18 de julio de 1938 en el que con un mensaje de reconciliación pedía a los españoles «paz, piedad y perdón». Si la izquierda en la transición lo reivindicó ardorosamente, y si hasta Aznar en una de sus contradicciones más llamativas lo situó como modelo de la derecha moderna, hoy la figura de Azaña, el político e intelectual de prestigio, incomprensiblemente no es invocado por ningún partido. Este es nuestro panorama, el de un país que pierde referentes, que no sabe consensuar en pilares esenciales, caso por ejemplo de la Educación.
Y mientras tanto, entre los zarzales, una vez más surge la brisa sensible, el tacto anímico, el fulgor pasional e intimista del sentir poético. La llama de la poesía, no como hoguera, pero sí como pebetero de una alhucema inmarcesible que vivifica los hados del ser humano. El mayor premio de las letras hispanas, el Cervantes, acaba de concederse al poeta y académico de la Lengua Francisco Brines, que junto a José Ángel Valente y Claudio Rodríguez, entre otros, forma parte de la llamada generación del 50. Su poesía intimista defiende la tolerancia busca la luz en los surcos del alma humana. Con 'Las brasas' (1959) ganó el Premio Adonais; luego llegaría el de la Crítica (1966), el Nacional de Poesía (1987), el de las Letras (1999) o el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2010. En uno de sus versos nos dice: «(…) El tiempo va pasando, no retorna/nada de lo vivido; /el dolor, la alegría, se confunden/con la débil memoria, /después en el olvido son cegados. /Y al dolor agradeces/que se desborde de tu frágil pecho/la firme aceptación de la existencia».
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