FERNANDO MIÑANA
Lunes, 1 de junio 2015, 02:01
Si te enfadas con el vecino puedes zanjar la bronca llamándole tonto. Pero si rebuscas en el diccionario encontrarás hasta 150 formas diferentes de decirle lo mismo:zoquete, cazurro, besugo, gaznápiro... Es la ventaja de usar el castellano, una lengua tan rica que ofrece mil formas de ofender al prójimo. En los países donde la cortesía es más acentuada, como en Japón o en la China de antes de su apertura al mundo, la capacidad de zaherir es casi de risa.
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La cultura del insulto incluye también dosis de inteligencia, de ahí procede la habilidad para ofender al otro con una ocurrencia que no tiene que ser estrictamente tosca. Winston Churchill fue un maestro en estas lides y lo plasmó en varios lances que sirvieron para elevar el escarnio a la categoría de arte. Como sucedió durante un encendido debate en el que la diputada laboralista Bessie Braddock se dirigió al primer ministro y le espetó: «Winston, está usted borracho; es más, está desagradablemente borracho». El Premio Nobel de Literatura, sin alterarse, como acostumbraba, esperó a que se hiciera el silencio y lanzó su réplica con un efecto envenenado: «Bessie, querida, puede que yo esté borracho, pero usted es fea. Yo mañana estaré sobrio, pero usted seguirá siendo desagradablemente fea».
La periodista María Irazusta acaba de publicar un libro titulado Eso lo será tu madre. La biblia del insulto (Espasa) en el que aborda los improperios y todos sus matices y modalidades. Porque como señala al principio de la obra, no es lo mismo decir «qué cabrón», casi con admiración, cuando un amigo cuenta que la noche anterior se llevó a la chica más guapa de la fiesta, que decir «¡qué cabrón!» cuando cuenta que en realidad era tu novia.
Su libro recoge más de 2.000 vituperios y está escrito, en palabras de la autora, «con bastante incorrección política, sin pelos en la pluma, usando cualquier cosa del lenguaje que pueda servir para lacerar al contrario». Irazusta asegura haberse nutrido de todos los ámbitos. «He recogido insultos de los mejores palacios y de los peores tugurios. He bebido hasta de las cristalinas aguas de la Biblia».
La periodista lanza pullas, claro, pero prefiere las que son poco evidentes. Por eso adora a los clásicos, como Quevedo y el calambur, un juego de palabras que altera su significado. Yahí quedó para la posteridad el reto de insultar a la reina Isabel de Borbón, que era coja, en su propia cara. El escritor del Siglo de Oro visitó a la mujer de Felipe IVy, con cara de santo y lengua de serpiente, le dijo: «Desconociendo vuestra flor favorita, entre el clavel y la rosa, su majestad escoja». Irazusta tiene su estilo. «Yo odio los eufemismos, pero reconozco que insultando soy muy eufemística. Al antipático, por ejemplo, prefiero definirlo como de difícil sonrisa».
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Antes que ella ya hubo otros que se interesaron por el apasionante mundo de la impertinencia. Como Juan de Dios Duque, autor, junto a Antonio Pamies y Francisco José Manjón, del Diccionario del insulto. Este profesor de la Universidad de Granada se dedica al estudio del lenguaje vivo y cada día se sigue maravillando del que surge de la calle, donde la gente muestra «una fuerza creativa y una capacidad de expresarse enormes».
Andalucía
Cada provincia y Comunidad Autónoma tiene algunos insultos propios, que diferencian los improperios de la región de las demás, destacando y estableciéndolos como 'únicos'.
De esta forma, en Andalucía, por ejemplo, son habituales 'tontopollas' (el más usado, parecido a 'tondo del haba') y 'apollardao' (como abobado). Además, en Andalucía el término 'pollardear' (equivalente a 'hacer el tonto') también es muy utilizado.
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La mala leche de Umbral
Este lingüista piensa que ya no se ofende como antes. «Ahora es diferente. Es un insulto más zafio y menos inteligente. Se intenta ser lo más bruto posible». Y no se refiere solo a esos jóvenes pegados a un móvil, por eso pide repasar la campaña electoral y el vocabulario de los políticos. Duque ni pestañea cuando se le pregunta por un gran insultador español. «Umbral. Tenía una mala leche tremenda, era muy corrosivo y hacía del insulto un retrato, atacando directamente a la persona».
María Irazusta siente debilidad por Alfonso Guerra. «Los políticos han sido grandes insultadores, pero el socialista era muy brillante. A Tierno Galván llegó a llamarle víbora con cataratas. Pero el más brutal es Hugo Chávez, que tenía para todos». Aunque también le gustan esas metralletas del insulto de la animación, como Tjure, de Vicky El Vickingo, o el Capitán Haddock, el compañero de las aventuras de Tintín, muy aficionado a agredir verbalmente con polisílabos que, a menudo, no son ofensas.
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Una de sus grandes sorpresas durante la redacción de este libro ha sido el descubrimiento de palabrotas como tronchamozas (fornicador) o escuchapedos (aquel a quien le gusta darse importancia). Pero Irazusta realmente solo se rinde ante el ingenio punzante. Como el que derrochaba Jorge Luis Borges. Baste un ejemplo, el día que le preguntaron por el último libro de Eduardo Mallea. «¿La penúltima puerta? Qué buen título. Mallea tiene una notable capacidad para elegir buenos títulos. Es una lástima que se obstine en añadirle libros».
O el duelo entre dos mentes brillantes. Como cuando Bernard Shaw le envió una carta a Churchill. «Tengo el honor de invitar al digno primer ministro al estreno de mi obra Pigmalión. Venga y tráigase a un amigo, si es que lo tiene». Churchill, el rey de la réplica, cogió la pluma y respondió: «Agradezco al ilustre escritor la honrosa invitación. Lamentablemente no podré asistir a la primera representación. Iré a la segunda, si es que se realiza».
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Pero no solo se puede molestar con la palabra. El general MacArthur ofendió al emperador Hirohito recibiéndole en mangas de camisa. También se te pueden remover las entrañas si alguien te hace la señal de la victoria con una media sonrisa sarcástica o si, directamente, te manda un corte de mangas o levanta el dedo corazón. Aunque donde estén los sapos y culebras, la palabra soez que te cae como un gancho, que se quite lo demás. «Y cuanta más comitiva lleve como recuerda Irazusta, mejor». Porque no es lo mismo un inocente «joputa» que un «grandísimo hijo de la gran puta». Con perdón.
El insulto español es vasto, pero no único. Fiora Gandolfi, una escritora veneciana que estuvo casada con El Mago Helenio Herrera, aquel entrenador de fútbol que dijo que se jugaba mejor con 10 que con 11, estuvo una década recopilando insultos de todo el mundo (Il libro degli insulti) y descubrió que oreo entró en Estados Unidos como una palabra que hacía referencia a los negros que se comportaban como blancos. Hoy es una galleta negra con un relleno de nata blanca.
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Lo primero que aprenden los extranjeros en un país nuevo son los tacos. Juan de Dios Duque tiene una explicación a este fenómeno. «El insulto es un arma de ataque, está claro. Su significado, de hecho, es ataque, asalto. Pero también sirve para defenderse y el que no los aprende queda indefenso». Ya lo decía Elbert Hubbard hace más de un siglo. «Si no puedes responder al argumento de un adversario, no está todo perdido: puedes insultarlo».
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