El cromosoma ocho

Setenta y cinco de los 250 habitantes de Pingelap no pueden distinguir los colores. Para ellos no hay cielos azules ni mares turquesas. El tifón Liengkieki y la acromatopsia tienen la culpa

irma cuesta

Lunes, 24 de agosto 2015, 09:59

Cuentan los libros de historia que el primer europeo en poner un pie en Pingelap fue el capitán Thomas Musgrave, un inglés fornido protagonista de grandes aventuras naufragio incluido. El marino navegaba al mando del Caña de Azúcar cuando, en 1793, descubrió aquel pedacito de tierra que mucho más tarde, en octubre de 1914, los japoneses hicieron suyo convirtiendo el atolón de las tres islas, del que forma parte Pingelap, en un almacén de suministro durante la Segunda Guerra Mundial. Luego, tras la derrota, fue a parar a manos de los americanos que construyeron una estación de observación de misiles, un muelle y una pista de aterrizaje de la que cada día despegan entre dos y tres aviones operados por Caroline Island Air hacia un cielo azul que muchos de sus habitantes no pueden ver.

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Y es que, aunque resulta peculiar, la culpa de lo que ocurre en Pingelap la tiene el tifón Liengkieki y una minúscula mutación del cromosoma ocho.

En esta isla de la mítica Micronesia de apenas 1,8 kilómetros cuadrados, a cientos de millas del primer pedazo de tierra firme, las cosas no se ven de la misma manera. Y no es que sean mejores o peores: simplemente no tienen color. Setenta y cinco de sus 250 habitantes no son capaces de distinguir el azul del Pacífico, el púrpura rojizo de las puestas de sol, ni el verde intenso de la selva.

La curiosa historia de Pingelap comenzó a escribirse hace ya más de dos siglos, en concreto, en 1775. Aquel año, poco antes de que apareciera por allí el capitán Musgrave, el tifón Liengkieki se llevó por delante al 90% de la población. Solo veinte nativos lograron ponerse a salvo del viento, las olas y las lluvias torrenciales que, durante horas, asolaron la isla.

Entre aquellos pocos que consiguieron sobrevivir se encontraba Nahnmwarki Mwanenised, un hombre fuerte y apuesto que, por supuesto sin saberlo, era portador de lo que la medicina moderna conoce como acromatopsia completa (un trastorno genético recesivo que causa una ceguera total al color en los afectados) y que en la isla llaman maskun literalmente no ve en pingelapés.

Tras la tragedia, Nahnmwarki, que además de guapo era el jefe de la tribu, se tomó muy en serio la obligación de repoblar la isla de sus antepasados y, puesto a ello, el fornido pingelapés consiguió, al cabo de unos pocos años, una prole considerable. Como aquellos jóvenes pobladores de la isla eran capaces de distinguir sin problema el naranja de las papayas y el azul de la mañana, nadie en Pingelap pensó que no fueran capaces de volver a vivir en paz cuando consiguieran olvidar el tifón. Pero ya nada volvería a ser igual:la acromatopsia o el maskun, según se prefiera, que no apareció hasta la cuarta generación tras el desastre, comenzó a colarse lentamente en aquel pedazo de tierra situado en medio de ninguna parte. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que un 2,7% de la población estaba afectada por aquella terrible enfermedad, y solo hubo que esperar hasta la sexta para comprobar que ya había atrapado a cinco de cada cien.

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Los científicos explicaron entonces que la endogamia y dos conceptos relacionados, el efecto cuello de botella y la deriva genética, tenían la culpa. Según dijeron, la mutación fluctuó en gran medida entre la tercera y cuarta generación bajo una forma extrema de deriva genética, y eso solo ocurre cuando la población es extremadamente pequeña e increíblemente endogámica. Es fácil imaginar que el caso no tardó en convertirse en un asunto fascinante para muchos de ellos, y que, incluso hoy en día, siga siendo un lugar de máximo interés especialmente cuando han descubierto que al menos un 30% de los habitantes siguen siendo portador cuando, en el resto del mundo, solo el 0,003% de la población lo es.

Sin duda, la acromatopsia es un gran problema, pero en Pingelap se resisten a dejarse abatir por la mala fortuna y, aunque todo su mundo es gris oscuro, ellos aseguran que son capaces de apreciar detalles que pasan desapercibidos para quienes ven en color.

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Los isleños afectados por la enfermedad dicen reconocer millones de tonos y sombras inimaginables para cualquier persona normal y ser capaces de pescar en la oscuridad porque pueden distinguir las aletas de los peces ayudados solo por el reflejo de la luz de la luna.

Judith Schanlansky, autora de un atlas de islas remotas, afirma que los habitantes de Pingelap se enfadan cuando algún forastero se embarca en un desagradable discurso sobre la magnificencia de los colores porque, en su opinión, el color distrae la atención de lo esencial: las formas y las sombras, las estructuras y los contrastes.

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