Lezama, paseando por la plaza de Oriente.

«Al verme ante la Policía, algunos gritaron: "¡Un cura con huevos!"»

Ejerce de cura sin dejar el grupo empresarial con vocación social que creó. «Los confesionarios son muy aburridos», reconoce

césar coca

Lunes, 30 de noviembre 2015, 00:24

Camina Luis de Lezama (Amurrio, 1936) por la plaza de Oriente con desenvoltura, saludando a varios conocidos y sonriendo a unos turistas que se detienen a su altura al ver que posa para el fotógrafo. Hallar en ese lugar a un cura vestido de tal va con traje y clériman debe de resultar chocante a las decenas de orientales que vienen de visitar el Palacio Real y se encaminan hacia el Madrid de los Austrias. Aún se extrañarían más si supieran que, durante años, Lezama ejerció el sacerdocio en Entrevías, un barrio de la periferia de la capital con gravísimos problemas de paro, drogas y delincuencia. Y que luego recorrió el mundo con indumentaria de ejecutivo, inaugurando restaurantes y escuelas y codeándose con líderes políticos y gentes del espectáculo.

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Un empresario singular, que por la mañana trabaja en la apertura de un nuevo restaurante, luego da empleo a personas con dificultades y por la tarde oficia la misa o charla con parejas que van a casarse. Lezama ha hecho suyo el viejo aforismo de rogar a Dios por la justicia sin dejar de trabajar por ella a pie de obra ni un solo día. Su biografía recoge experiencias como periodista, secretario del cardenal Tarancón, educador, párroco de pueblo y novelista acaba de publicar El capitán del Arriluze, donde narra la peripecia de uno de sus antepasados durante la Guerra Civil, pero en el ancho mundo se le conoce por los restaurantes y cafés de la empresa que fundó.

Todo empezó aquí, a un paso de la plaza de Oriente, hace cuarenta años, cuando abrió La taberna del alabardero. Ahora, casi todos los cafés de la plaza están gestionados por el grupo que lleva su nombre, aunque ya no se ocupe del día a día. Cuando no tiene que viajar, su jornada se divide entre este espacio el palacio y el teatro Real, quizá lo más hermoso de Madrid, donde vive, y el barrio de Montecarmelo, donde tiene su parroquia y pasa casi toda la jornada, cuando no tiene reuniones del grupo de hostelería o clases en escuelas y universidades. Recuperó sus funciones pastorales hace una década, pero próximo ya a los 80 años quiere dejarlo. «Debo retirarme. Ya se lo he dicho a don Carlos (Osoro, arzobispo de Madrid)». Imaginativo, hiperactivo, afable... y con dudas. Así es Luis de Lezama.

¿Cuáles son los primeros recuerdos de su infancia?

Yo nací en Amurrio (Álava) de manera circunstancial y enseguida se fue toda la familia a Bilbao. Mis primeros recuerdos son del barrio de Indautxu y luego ya del colegio de los Jesuitas al que iba.

Se vino a Madrid a estudiar Ingeniería. Parece un inicio académico extraño para el rumbo que luego tomó su vida.

Me empujó mi padre porque en Bilbao, en aquellos años, para ser alguien tenías que ser ingeniero. Mis abuelos vivían aquí, en el Paseo del Prado, así que me vine, pero enseguida me di cuenta de que aquello no era lo mío y decidí dejarlo.

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¿Cómo era el ambiente de la Escuela?Allí estaban los hijos de las familias bien de Madrid, que se relacionaban con las hijas de otras familias importantes.

Había un ambiente muy bueno. Nos reunimos unos cuantos chicos y chicas, hicimos un grupo de alfabetización y nos íbamos a los barrios. Fue entonces cuando empecé a pensar que el mundo de Bilbao era maravilloso pero muy cerrado.

¿Esa fue su caída del caballo, el momento en que empezó a pensar en entrar en el seminario?

En Bilbao los jesuitas ya nos habían llevado a ver las chabolas de Otxarkoaga. Ahí fue cuando descubrí el lado oscuro de la Luna. A los de mi generación nos enseñaron a preocuparnos por los demás. Yo tuve como modelo el humanismo cristiano del padre Arizmendiarrieta, de Gangoiti y de otros que marcaron un estilo y te hacían pensar de modo distinto.

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¿Y en el seminario?

Estuve en el de San Buenaventura, en Las Vistillas. El ambiente era muy conservador y muy austero.

Su primera parroquia fue en Chinchón. Allí entra en contacto con maletillas... Un vasco en el Madrid más castizo. ¿Cómo lo llevó?

Allí fui muy feliz. Conocí la España rural, que hasta entonces me era totalmente ajena, e hice en la parroquia los cambios que pude. Los que me dejaron.

También tomó iniciativas más de tipo empresarial y turístico. ¿Está allí el germen de lo que haría más tarde?

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En Chinchón encontré gente muy pintoresca. Descubrí también que el vino del lugar se vendía a la Alhóndiga de Bilbao... convertido en rioja.

¿Yel ambiente taurino?¿Sabía usted de toros antes de llegar allí?

No, pero había que saber de toros para ser un buen sacerdote en Chinchón, porque en la taberna solo se hablaba de eso. Recuerdo que comía huevos fritos con chorizo en la fonda que hoy se llama Iberia, y las largas tertulias en aquellos domingos por la tarde en los que no había nada más que hacer. En Chinchón descubrí a Machado y Federico... unos libros que en la biblioteca del seminario estaban en un sitio llamado el infierno.

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Un mundo marginal

La conversación transcurre en uno de los comedores interiores de La taberna del alabardero decorado con fotografías de muchos de los famosos que han pasado por aquí. «Aquella era la mesa de José Bergamín», explica. «Un día, Felipe (González) me pidió que se lo presentara». «Aquí estuvo sentada una vez una periodista de TVE muy guapa, que vino a hacer un reportaje sobre un premio que por iniciativa de Luis Carandell entregábamos unos cuantos al tonto contemporáneo. La periodista era la actual reina», se ríe al recordarlo. En una mesa un poco más allá suele sentarse Plácido Domingo después de sus actuaciones en el Teatro Real. «Siempre le digo que habré escuchado unas doce walkirias y que lo único bueno que encuentro en la obra es que él se muere en el segundo acto y para el tercero ya estamos aquí cenando los dos». Pero eso fue más tarde, después de aquellos años felices de Chinchón en los que también creó una revista y promovió la cooperativa del vino.

Pero cuando terminó aquello lo enviaron a Entrevías, un mundo mucho menos feliz.

Me castigaron, porque el alcalde de Chinchón fue al obispado a contar que hacía cosas indebidas. El obispo auxiliar me llamó para decirme que cogiera la maleta y me fuera. Luego conocí mejor al arzobispo don Casimiro Morcillo gracias a los toros.

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Allí tuvo que lidiar con la marginalidad.

Cuando descubrí el mundo de la droga me llevé un susto enorme. Es un mundo muy envolvente, del que no puedes salir. No puedes dejar solos a unos muchachos que sin ti no pueden seguir viviendo. Se te parte el alma.

¿Cómo era su vida allí?

Eran años de verdadera hambruna y yo era un cura marginal. No me atendían ni en Cáritas. Tenía que pedir ropa y dinero. Vivíamos cerca de dos estercoleros y nos permitían hacer la rebusca en ellos. Recogíamos metales y trapos. Vivíamos en una casa con tres literas por habitación. No sabías quién estaba a tu lado porque algunos salían temprano por la mañana y casi ni los veías. Nunca preguntábamos de dónde venían ni a dónde iban.

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Periodista en el Obispado

Habla Lezama del padre Llanos, que por esos años ejercía su apostolado en el Pozo del tío Raimundo. Luego detalla una noche en la que llegó la Policía al poblado para detener a alguien y él salió a la calle para pedirles que se fueran porque la aparición de los agentes quebraba el frágil equilibrio de la convivencia en aquel lugar. «Algunos, al verme, gritaron:¡Un cura con huevos!» Su mirada rejuvenece al rememorar esa escena. Después s detiene en los cursos de FP que montaron en Vallecas, a los que muchos jóvenes iban por la mañana. Las tardes las empleaban todos, los estudiantes y el cura, en recoger papel para sacar unas pesetas.

Durante un tiempo trabajó como periodista. ¿Cómo era lo de ejercer de tal siendo cura?

Era un cura atípico porque no competía en el escalafón, así que no resultaba tan extraño. Me llamaban a veces de la agencia Efe para hacer reportajes.

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Y haciendo uno de esos reportajes, en los altos del Golán, le hirieron. ¿Cómo fue?

Casi ni me enteré. Me alcanzó una bala perdida en un hombro. Me pareció que era como una quemadura... Me sirvió para estar unas semanas en Israel.

Después se convirtió en secretario de Tarancón. Pasó de un barrio marginal a estar cerca de una persona clave en el devenir político y social de España.

Fueron años cruciales, sí. Descubrí el sentido de reforma de Pablo VI que aquí encarnaba Tarancón. ¿Sabe?Cuando Pepe Sancho encarnó al cardenal en la serie de televisión, me llamó para que le aconsejara cómo abordar el personaje.

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Se llevaba muy bien con él y luego también lo ha hecho con Rouco, que representa otra visión de la Iglesia muy distinta. ¿No teme que le llamen oportunista?

Es de seres inteligentes entenderse y respetarse. No es fácil, pero hay que hacerlo. No me llevé bien con todos los obispos. He obedecido, pero no creo en la obediencia ciega, porque es deformativa.

A Tarancón le pidió un año sabático y aprovechó para abrir un restaurante.

Es que no sabía qué hacer con los chicos y tenía que darles algo, una salida. Un amigo me sugirió poner una taberna. Y así empezamos.

¿A usted le gustaba cocinar?

No. No he sido nunca cocinillas, ni lo soy ahora.

¿Cuántos secretos, cuántos encuentros que no han trascendido, cuántas conversaciones oídas aquí al pasar se llevará a la tumba?

Hay muchas cosas que no se pueden contar. Otras sí las he ido poniendo en algunos de mis libros. Le voy a decir una: el día que el Rey iba a anunciar el nombre del sustituto de Carlos Arias Navarro, José María de Areilza llamó para reservar una mesa para toda su familia y celebrar que iba a ser presidente del Gobierno. No se ocupó, claro.

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¿Qué personaje, de los que ha conocido en los restaurantes de aquí y de EE UU, le ha impresionado más?

Juan Pablo II. Comer con él fue un privilegio (su mirada se dirige hacia una foto en la que aparece con el Papa polaco en ese almuerzo compartido).

¿Alguien que, estando en sus cafés o restaurantes, no sabía de su sacerdocio, ha dicho o hecho algo inconveniente en su presencia?

No, inconveniente no. Pero es cierto que cuando no vistes de cura y lo eres tropiezas con todo. Chicas que te las meten por los ojos, por ejemplo. Son cosas lógicas. Pero la naturalidad es lo mejor en esos casos.

A usted le han acusado de haberse enriquecido, de estar próximo a los poderosos. ¿Contaba con ello cuando empezó con todo esto?

Es un riesgo que fui conociendo. Pero no he pedido dinero a nadie, solo trabajo para mi gente. Más me apena otra cosa:que muchas instituciones, en la Iglesia y en la sociedad, viven más pendientes de conservar su patrimonio que de sus ideas.

¿Ycon los jóvenes con los que ha trabajado?¿Le decepcionan los que, después de haber sido acogidos en sus empresas, le dejan para irse a otro sitio a ganar más dinero?

Hay que aceptarlo. No se forma para uno mismo, sino para los otros.

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A usted le dejan gestionar el Vaticano y lo revoluciona en un par de años.

No sé si me dejarían. Mire lo que está sucediendo con el Papa Francisco. Lo está intentando, pero no sé si se lo permitirán.

En 2004, en una entrevista le preguntaron si prefería a Gandhi o al cardenal Ratzinger. Dijo que a Gandhi y menos de un año después Ratzinger era Benedicto XVI.

Es que Ratzinger no me gustó como teólogo, pero sí como Benedicto XVI. Era tan sencillo y tan afable que me dejó estremecido. Se lo dije una vez: que me inspiraba poca confianza cuando llegó al Papado. El actual Papa me llamó para que hiciera una misa en Roma. Le regalé una piruleta. Hace poco le envié mil, para que se las diera a los obispos sinodales, a ver si se calmaban.

Hace diez años pidió una parroquia y volvió a vestir de cura. ¿Fue más difícil dejar la corbata y volver al negro que el camino inverso?

Pedí una parroquia porque estaba cansado de decir misa en altares prestados. Y sí, fue más difícil volver a vestir de cura. Soy el mismo, pero ahora tomo cañas con los chavales y quiero que me identifiquen como cura. Si estoy fuera, de viaje, voy de calle. Eso sí, no he vuelto a usar corbata. Antes me gustaban las de ferragamo, sobre todo las de color caldera y las verdes. Tenía una colección completa que me habían regalado. Las he dado todas.

¿Alguna persona de las que ha conocido por negocios va a sus misas?

Sí, algunos. Hay quienes están interesados en estar presentes en una comunidad que coincide más con su manera de pensar que otras. Las nuevas son mucho más atractivas. ¿Sabe? Algún profesional a quien he confesado me ha dicho que lo mío más parece una sesión de coaching que una confesión.

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¿Es más difícil escribir una novela o una homilía?

Las homilías las hago a partir de unas fichas y duran no más de diez minutos. Son interpretaciones poco teológicas de las Escrituras, que cotejo con las noticias del periódico. A lo largo de mi vida he ido mejorando mi capacidad de síntesis.

Algunas dudas

Cuenta que en sus homilías habla muchas veces de cosas que ha hecho y defiende que la transparencia en la vida de un sacerdote «es tan importante como la fiscal». Por eso, añade, pocas veces está solo. «Siempre procuro vivir con alguien que pueda ser testigo de todo cuanto hago y al tiempo me interpele. No aguanto la soledad». Para avalar una confesión tan tajante explica que hace unos años estuvo en unos ejercicios espirituales en Loyola y se marchó al tercer día porque no lo soportaba. «Me fui sin despedirme», añade.

¿Encuentra más temas para sus novelas en el confesionario o en las tertulias de sus cafés?

Mucho más aquí, en el café. Los confesionarios son muy aburridos. Todo el mundo se acusa de lo mismo.

¿De qué?

Del sexto mandamiento. Estoy de eso hasta la coronilla. No existe tanto pecado mortal ni tanta historia. Uno se siente mal cuando altera los planes de Dios, cuando se rompe con un orden ético y moral. Eso es lo que te lacera. Los sacerdotes somos sanadores, pero sanadores heridos.

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¿Por qué?

Cuando estás en el confesionario, sangras. No sabes cómo dilucidar en breves momentos lo que la persona que está al otro lado puede necesitar. Es difícil, aunque a mí me resulta aún peor asistir a los enfermos.

¿En qué sentido?

Cuando te acercas a la muerte, te entra un pavor enorme. Ante un moribundo, me pongo nervioso y no sé qué decir. Solo me tranquiliza pensar que la fe es un riesgo. El nfermo y sus allegados te piden seguridad, que para eso eres cura, y solo puedes ofrecer incertidumbres.

¿Usted teme a la muerte?

Sí, me da miedo la muerte. Quedan cosas por hacer y no estoy seguro del Más Allá. El único dato es la vida de Jesús. Sin eso, no podría vivir. Entiendo perfectamente que si no tienes fe es muy difícil hallar una justificación al hecho de morir.

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