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sergio garcía
Martes, 5 de abril 2016, 10:01
Y a se sabe que los muertos son mudos y que los vivos se comportan por lo general como si fueran sordos; desoyen los mensajes de la naturaleza y se lanzan a la construcción de su particular castillo de naipes sin reparar en que basta un soplo de viento para echar por tierra el objeto de tanto orgullo. En pocos lugares de la Tierra ese mensaje es tan nítido como en Camboya, donde la jungla se empeña en recordar, como en esa canción de los Rolling, que el tiempo está de su lado, y que es eso, solo cuestión de tiempo, que el orden natural de las cosas se imponga con inexorable fatalidad sobre la arrogancia de quienes no permiten que los árboles les dejen ver el bosque.
Y el caso es que en Angkor, un complejo de templos que se extiende a lo largo de 200 kilómetros cuadrados en pleno corazón del Sudeste Asiático, es difícil sustraerse al avance del bosque. Quizá porque en un país donde lo que predominan son las inmensas llanuras veteadas de arrozales que llegan hasta la línea del horizonte, la jungla ha trazado su particular línea roja en este caso, verde y desliza con un lenguaje hecho del murmullo de insectos, de gotas que taconean sobre las hojas de palmeras y plátanos y de silbidos que se escurren entre las ruinas milenarias, un mensaje de furia contenida. Como esos Ents de El Señor de los Anillos a los que les bastan dos páginas para reducir Isengard a escombros y cobrarse una merecida satisfacción tras siglos de acoso y derribo.
El ejemplo más palmario es Ta Prohm, un templo jemer del siglo XII donde el tiempo se ha detenido, maniatado por raíces monstruosas que parecen sacadas de una pesadilla atroz. Hablamos de las higueras estranguladoras, una especie arbórea capaz de reducir a escombros con su abrazo de anaconda los muros de piedra que cobijaron uno de los imperios más prósperos que ha conocido el mundo y que ahora duermen su sueño eterno tapizados de verdín. Su tronco blanco se eleva más de 15 metros sobre las paredes cuajadas de relieves y filigranas, donde se suceden batalla campales, cacerías y desfiles, y uno no sabe si la figura que junta el pulgar y el índice en un delicado gesto acaba de ejecutar un baile o a un rey. Las copas frondosas cubren el manto de hojas, mientras el zureo de las palomas y el sonido chispeante de un arroyo en Camboya, uno nunca está lo bastante lejos para dejar de oír el agua ponen la banda sonora a este mundo que parece salido de una imaginación desbordante.
Espejismos
En medio de esa espesura se libra una batalla de dimensiones épicas, donde la luz tiene todas las de perder. Las raíces se descuelgan por puertas y muros como una plaga imposible de atajar; los árboles paren otros árboles donde deberían tener los pies y son estos los que se anclan a tierra, dejando apenas un resquicio por el que asoman esos monjes con rostro de niño, cabeza rasurada y túnica de color azafrán. Son como espejismos, aparecen y desaparecen, sin otro signo de haber existido que una corriente de aire. Un soplo tenue que no tardan en borrar los turistas atraídos por el mito de Lara Croft, resplandeciente hasta salida del fango y envuelta en esas lentejas de agua que cubren los estanques de este reino de fantasía. Un lugar que mezcla la humedad y el calor del trópico con la atmósfera asfixiante de un combate de prodal, el boxeo camboyano, donde la brutalidad lleva a pensar que todo vale; donde la vida tiene el valor de una apuesta y la multitud brama desde sus localidades.
La historia de Angkor, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se remonta hasta el siglo IX, en tiempos del rey Jayavarman II. Quienes acudan hasta allí en busca de los templos más grandes del mundo no se sentirán defraudados, menos aún cuando descubran el complejo sistema de estanques y canales interconectados, un prodigio de la ingeniería hidrológica levantado con mano de hierro por reyes-dioses que acabaron sucumbiendo al empuje de sus vecinos, los thai y los viet. No fue, sin embargo, hasta mediados del siglo XIX cuando Occidente descubrió el tesoro que la jungla escondía de miradas extrañas. El explorador y naturalista Henri Muhout despertó el interés por ese rincón del mundo, que quedó automáticamente incorporado al sistema colonial francés bajo la fórmula del protectorado y el nombre de Indochina, y que incluía también a Vietnam y Laos. El yacimiento no solo comprende templos y palacios como el de Bayon, donde se reproduce centenares de veces el rostro de Jayavarman VII, y joyas como la ya citada Ta Prohm, sino otros de clara influencia hindú como Angkor Wat el único que no está orientado hacia el Este para honrar al sol o Banteay Srei, que destaca en medio de la selva por su arenisca roja.
No lejos de allí, en Kbal Spean, el río de los Mil Lingams se descuelga de las montañas como una ofrenda a la fertilidad, entre puntillas de espuma que dejan al descubierto imágenes grabadas en el lecho del cauce. Lástima que cualquier ensoñación de paz salte hecha pedazos en cuanto se escucha de los aldeanos locales la advertencia de no abandonar el camino principal: la selva, recuerdan, todavía esconde minas antipersona, herencia del genocidio jemer que se cobró la vida de más de dos millones de civiles, la cuarta parte de la población.
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