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zigor aldama
Sábado, 13 de agosto 2016, 00:08
Silencio. Un valle. En lo más hondo, un estrecho río. Aguas cristalinas que saltan al chocar contra los cantos rodados. Una nota de color. La silueta de una mujer. Ropas de llamativos rojos y rosas. Una larga melena negra que se hunde en el líquido. Las manos la peinan con sumo cuidado. Pasan los minutos. No hay prisa, el reloj se detuvo hace siglos. Por el sendero que discurre a lo largo del riachuelo pasan dos amigas. La eterna cesta de mimbre a la espalda, las melenas recogidas en el complicado moño característico de la etnia yao y las orejas alargadas, consecuencia de años soportando los pesados pendientes de plata. Exquisitos bordados en la tela que cubre sus cabezas. Un saludo, una sonrisa.
Las mujeres se alejan, toman un camino de piedra ascendente y se internan en el corazón de los yao, los asombrosos bancales de arroz del Espinazo del Dragón. Es la mayor obra de ingeniería agrícola de China y posiblemente del mundo: un conjunto de miles de terrazas esculpidas en las montañas que trepan hasta los 800 metros de altura, fruto del trabajo de todo un pueblo durante un milenio. Es la prueba de la capacidad que tiene el ser humano, cuya presencia aquí se limita a pequeños pueblos que salpican el paisaje, para salvar las barreras naturales sin dañar el ecosistema.
Paisajes de ensueño. Guangxi es pobre pero cuenta con algunos de los lugares más turísticos de China, como el río Li, que recorre las formaciones cársticas de los alrededores de Guilin.
Imán de mochileros. La ciudad de Yangshuo ha sido tradicionalmente un destino para mochileros con ganas de adentrarse en los bosques de la región.
Crisol de culturas. Además de los yao, viven otras etnias, como los miao o los zhuang. No hay nada mejor para explorar sus poblados que hacerlo a pie y con mucha paciencia.
Caminamos largas horas por las terrazas de arrozales para llegar hasta el pequeño poblado de Dazhai, situado en uno de los altos del valle. Es un continuo ascenso que propicia un acercamiento a la vida agrícola de los yao y que deja en evidencia las diferencias existentes entre los 30 diferentes subgrupos de esta minoría, ya que cada uno cuenta con su vestimenta y costumbres peculiares. Algunas incluso hablan un dialecto propio, reflejo del aislamiento al que han estado sujetos durante siglos. No en vano, se trata de una etnia cuyo origen se remonta a hace dos mil años y cuya seña de identidad ha sido la fragmentación en la que ha permanecido, consecuencia de la altitud a la que se establecen.
Curiosamente, hasta que Mao Tsetung fundó la República Popular China, en 1949, los yao no contaban con un lenguaje escrito. Para comunicarse solían hacer marcas en los troncos de los árboles o en las cañas de bambú, pero se trataba solo de escuetos mensajes ligados al trabajo agrícola. La revolución comunista trajo el chino mandarín y, actualmente, los yao pueden transcribir fonéticamente su propio idioma con el método conocido en China como pinyin.
A vista de pájaro, los poblados yao son pequeños y abigarrados grupos de casas. Las viviendas son amplias y cuentan con dos plantas. La baja está formada por una estancia de gran tamaño, a modo de salón, y una pequeña en la que se encuentra la cocina; en la superior están los dormitorios, que son generalmente dos: uno para los padres y otro para los hijos. «Aunque son dos cuartos diferentes, no hay nada que los separe por completo, porque las familias están muy unidas», cuenta un lugareño.
Matrimonio libre
Las puertas de los edificios también permanecen siempre abiertas, prueba de la unión que existe entre los habitantes del poblado. Los yao funcionan por comunidades y todo el trabajo se hace pensando en el colectivo. La siega del arroz, por ejemplo, se hace parcela por parcela. Todo el pueblo trabaja en el terreno de una familia para moverse, a continuación, al siguiente. Mientras hombres, mujeres y niños recogen el cereal, un joven canta y toca el tambor para que el resto le siga, así que no hay más que dejarse guiar por la sinfonía que suena a lo lejos para encontrar a los habitantes de un poblado que ha quedado desierto.
Los yao son también uno de los pocos grupos étnicos que no suele pactar los matrimonios. «Hay libertad a la hora de escoger pareja, aunque sigue existiendo el concepto de dote, algo que a veces los padres utilizan para vetar algunas uniones, ya que si el hombre es incapaz de pagar lo que se le pide por la mujer es difícil que el matrimonio llegue a materializarse». Aunque, como explica un guía llamado Zhuai, «siempre queda la posibilidad de que el hombre pague a la familia con su trabajo».
Desafortunadamente, la globalización está acabando con este tipo de costumbres. Así, los yao, que componen una numerosa minoría étnica con dos millones y medio de individuos desperdigados por la provincia sureña de Guangxi y países como Laos y Vietnam, cada vez están más dispersos. «Los jóvenes quieren mudarse a la ciudad y los pueblos van muriendo con la gente mayor. Hasta hace muy poco nuestra etnia era politeísta, pero las cosas están cambiando muy rápido y el animismo es cada vez más raro, aunque todavía hay quien reza al Dios Perro», comenta Zhuai.
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