Edición

Borrar
La última noche del increíble Rasputín

La última noche del increíble Rasputín

Se cumplen cien años del asesinato del monje siberiano, el enigmático y embaucador consejero de los últimos zares de Rusia

alberto surio

Viernes, 16 de diciembre 2016, 23:59

El cuerpo semidesnudo de Grigori Efimovich, Rasputín, apareció en las aguas heladas del Neva, en San Petersburgo, entonces Petrogrado, la mañana del 30 de diciembre de 1916. Con las manos en alto, como si hubiera intentado desprenderse de las cuerdas con las que fue atado antes de ser arrojado al río. Y con varios disparos en el pecho y el abdomen y uno más en la frente. El día 16 por la noche, según el calendario gregoriano que regía en Rusia antes de la Revolución (30 de diciembre actual), fue asesinado por parientes de la familia imperial; en concreto, por el príncipe Félix Yusúpov y el gran duque Dimitri, primo del zar, que contaron para su operativo con la implicación del espionaje británico. También participó el diputado de la extrema derecha nacionalista Vladímir Puríshkévich, vehemente enemigo del monje en la Duma.

Rasputín el favorito de la zarina había alcanzado un gran nivel de rechazo en el entorno de los Romanov, incapaces de convencer a Nicolás II y a su esposa, Alejandra Fedorovna, de la perversa influencia del monje siberiano. Un campesino rudo y primitivo que tenía poderes hipnóticos, una mirada penetrante, una fuerza física extraordinaria y el misticismo religioso de la Rusia más tradicional. La alta sociedad lo consideraba un farsante y un intruso que llevaba a la destrucción a la propia dinastía Romanov en aquella Rusia prerrevolucionaria.

Varias horas antes del crimen, el ministro del Interior le visitaba en su casa para advertirle de que querían matarle y que no se le ocurriera salir de su apartamento en unos días. Hizo caso omiso. El príncipe Yusúpov engatusó a Rasputin y le invitó a una velada en su palacio renacentista de Petrogrado con el supuesto objetivo de ayudar a la cura de su mujer, la princesa Irina, sobrina del zar. El príncipe acostumbraba a disfrazarse de mujer en sus correrías nocturnas y explotaba a conciencia su ambigüedad sexual. A su vez, las juergas desenfrenadas de Rasputín en los reservados de los restaurantes de la ciudad y sus constantes visitas a prostitutas eran el género preferido de las tertulias en la Corte. Se construyó un verdadero mito como depredador sexual, aunque investigaciones posteriores relativizan en buena medida esa imagen y la enmarcan en una estrategia deliberada de sus detractores por exagerar su perfil de advenedizo degenerado y arribista.

Aquella noche el termómetro marcaba tres grados bajo cero en Petrogrado y una niebla húmeda envolvía los canales. Yusúpov y Dimitri dos dandis jóvenes con inclinaciones homosexuales fueron los ejecutores de un plan alentado por parte de la familia imperial. La operación consistía en envenenarle y hacerle desaparecer. Yusúpov fue a buscar a su apartamento a Grigori, al que conocía de los últimos años. A las doce de la noche, le llevó a su lujoso palacio a orillas del Neva y allí comenzó a desenredar su trampa.

El primer intento de dejarle fuera de juego fue ofrecerle unos pastelitos de crema y un vino de Madeira con cristales de cianuro de potasio. Rasputín, que apenas probó el dulce, sí tomó bastantes copas, pero el veneno no hizo efecto porque, según se supo después, estaba mal disuelto en la bebida. El príncipe, inquieto, cogió su balalaika y se puso a cantar mientras el monje cerraba sus ojos. Desesperado porque su objetivo no prosperaba, Yusúpov abandonó la charla a las 02.30 horas para coger un revólver en la habitación donde aguardaban expectantes sus colaboradores, que escuchaban en el gramófono la canción norteamericana Yankee doodle.

Rasputín eructaba, le confesaba que tenía sed y ardor de estómago, pero no daba señales de agonizar. «El plan no sale», avanzó el príncipe a sus cómplices. Volvió al comedor y, tras una breve conversación, le soltó: «Grigori Efimovich, mira el crucifijo uno de plata que colgaba en la pared y reza una oración». Luego le descerrajó un disparo en el pecho con su Browning. El monje dio un alarido y se desplomó brutalmente sobre una alfombra de piel de oso blanco. Yusúpov apagó la luz, abandonó la estancia y cerró la puerta con llave para preparar, visiblemente nervioso, una coartada.

El muerto resucita

Cuando regresó al cuarto y se acercó al cuerpo tendido en el suelo, el monje abrió los ojos y le clavó la mirada, se reincorporó milagrosamente y forcejeó con el príncipe con una fuerza extraordinaria, hasta arrancarle la charretera del uniforme. Yusúpov, aterrorizado, logró zafarse y comenzó a correr. Rasputín vestía un blusón blanco con bordados, pantalones de terciopelo negro y botas nuevas de caucho. Consiguió levantarse y salir tambaleándose del salón, al grito de «¡Félix, Félix, se lo contaré a la zarina!». Los convidados ocultos le siguieron y dispararon sobre él cuando estaba a punto de cruzar la última verja del palacio. El disparo en la frente, el último, fue fulminante y Rasputín cayó sobre la nieve. Todavía tembloroso, Yusúpov cogió una porra metálica forrada en cuero y comenzó a golpear salvajemente su cuerpo hasta hundirle el cráneo, desfigurar su cara y destrozarle los testículos. Luego, trasladaron al monje a un puente sobre el Neva y, sobre las seis de la mañana, tras practicar un boquete en su superficie helada, lo arrojaron al agua. La autopsia practicada al cadáver reveló que murió por ahogamiento.

El espionaje británico estuvo implicado en el asesinato. Es posible que el inglés Oswal Rainer, amigo de Yusúpov desde los tiempos de la Universidad de Oxford, estuviera también escondido en la casa. De hecho, se le sitúa como el espía que pudo dispararle el tiro de gracia en la frente. Los británicos temían que Rusia firmase la paz por separado con Alemania y pensaban que Rasputín, que era contrario a la continuidad de la guerra, había pasado secretos militares a los alemanes.

La vida licenciosa del monje era vox populi en Rusia, aunque él decía que eran injurias y acusaba a la aristocracia de conspirar contra su persona porque representaba la conexión de los zares con el pueblo llano. Se le acusaba de pertenecer a una secta que practicaba orgías y que ligaba la búsqueda del misticismo con el desenfreno sexual. Un informe con fotografías de una de sus bacanales elaborado por la Okhrana, la Policía secreta zarista fue elevada a la zarina, que de inmediato ordenó que se detuviera a quien había osado suplantar la personalidad de «nuestro amigo», como le llamaba en su correspondencia al zar.

A partir de 1914, Rasputín se había convertido en un personaje odiado y temido en la Corte; decidía nombramientos y purgas y tenía manipulada a la emperatriz. De Nicolás II, decía que se sentía desbordado por el ejercicio del poder. «Vale para cuidar flores y para ser un magnífico padre de familia, pero no para dirigir un imperio», comentaba. Sobre la zarina, sin embargo valoraba su inteligencia. Pero Alejandra, con rasgos de paranoia, histeria y depresión permanentes, y muy afectada por neuralgias que le obligaban a guardar reposo o moverse en silla de ruedas, se aislaba en el salncito malva del Palacio de Tsarskoye-Tselo. Su única preocupación era su hijo, el zarevich Alexis, el heredero, enfermo de hemofilia y que se había salvado de la muerte gracias supuestamente a las sesiones de hipnosis del monje.

La conspiración se veía venir desde meses atrás. Rasputín ya había sido objeto de un atentado cuando una campesina siberiana le acuchilló el vientre y le dejó entre la vida y la muerte en 1914. El devenir de la Gran Guerra desembocó en una serie de catastróficas derrotas militares del frente ruso, que empujaron al zar a ponerse al frente como comandante en jefe y dejar a la emperatriz sola en Petrogrado. La zarina, alemana de origen, era vista con abierta hostilidad en la alta sociedad, que nunca conoció a fondo y a la que llegó como una advenediza victoriana. Pero Alejandra abrazó con la fe del neoconverso la religión ortodoxa y la autocracia que defendía su marido.

La investigación policial del crimen fue abortada por las presiones de la familia imperial al propio zar, aunque las pesquisas cercaron a sus autores desde el primer momento. Yusúpov fue obligado al destierro en el campo y Dimitri a regresar al frente en Persia. Dos meses después del asesinato estalló la Revolución de Febrero, liderada por el moderado Kerensky, que precipitó la abdicación del zar en su hermano Miguel y la renuncia de éste al trono, lo que a su vez trajo el advenimiento de la república. La familia imperial, arrestada en su palacio a las afueras de Petrogrado, se replegó en la vida familiar hasta que la victoria de los bolcheviques torció todo. Los zares y sus cinco hijos fueron trasladados a Tobolsk y después a Ekaterinburgo, junto a los Urales, en donde fueron asesinados el 16 de julio de 1918 en el sótano de la casa Ipatiev. Según el soviet local, la ejecución, ordenada por el mismo Lenin, pretendía evitar que fueran liberados por los rusos blancos, que se hallaban muy cerca, y así obtener una victoria simbólica en la guerra civil. Se consumaba la tragedia de los Romanov.

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

ideal La última noche del increíble Rasputín