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ICÍAR OCHOA DE OLANO
Sábado, 13 de mayo 2017, 02:06
Si el Rajastán desapareciera bajo la arena del Thar, la receta para reconstruirlo diría algo así: trocear unas cuantas centenas de tribus, de linajes y de clanes sobre un lecho de castas bien picadas. (Olvídense de los cuatro estratos sociales que los occidentales somos capaces de identificar. Hay unas 1.300 subcategorías). Cubran la mezcla de abundante hinduismo y, en menor medida, de islamismo macerado durante cinco siglos los que duró su regencia. Espolvoreen unas briznas de sijismo, budismo, jainismo, cristianismo, judaísmo y, por último, deshilen una nube de azafrán. Déjenlo a fuego vivo durante al menos 1.500 años. Llegado el momento, sírvanlo bien caliente sobre el gran desierto indio y decórenlo con fortalezas impenetrables, palacios acuáticos y un subyugante estallido cromático.
Encajado a los pies de Pakistán, sumergirse en el mayor Estado de los veintinueve en que se desparrama la India la suma en kilómetros cuadrados de Italia y Suiza es someterse a una sobreestimulación sensorial tan abrumadora como adictiva. Solo con un espíritu dúctil y unas lentes polarizadas que amortigüen la metralla de colores que disparan a discreción sus 68 millones y pico de habitantes se puede sobrevivir a este caleidoscopio indescifrable que es la tierra de los rajputs. En sánscrito, hijos del rey, el clan guerrero que durante centurias, hasta la invasión de los mogoles de Asia central, defendió con agallas su tierra, su familia y su honor.
En vertiginoso proceso de extinción en estos días, se dice que los Rabani descienden de un cruce con el dios Shiva. Los agnósticos, por su parte, atribuyen la atractiva fisonomía de esta tribu errante a su emigración en masa de la meseta iraní, hace ya más de un milenio. En su constante peregrinar sobre la piel árida y escamosa del Rajastán, estos primos lejanos de los persas saludan y dejan atrás a los Guijar, los Bhil, los Banjara, los Kamada, los Bedey o los Kabelias, un grupo étnico que se jacta de su don ancestral para susurrar a las serpientes, el animal más respetado de la India, símbolo de la energía vital del ser humano, de la alquimia, de la transformación y del deseo. Algunos sucesores de aquellos encantadores de ofidios merodean aún por fuertes, palacios y otras zonas turísticas esgrimiendo una flauta pungi y un saquito de tela que parece tener vida propia. A esta tribu nómada y gitana debe el Thar los sonidos impetuosos y vivaces que sacan a su arsenal de instrumentos a base de tambores, artefactos de cuerda, arpas de boca y hasta castañuelas, en los que se adivinan, acurrucadas, seguiriyas y otros ramalazos del universal arte hondo. Mientras los Kabelias hacen la música, las mujeres dislocan sus caderas, hombros y muñecas en una sensual danza que replica los movimientos sinuosos de la cobra. Lo hacen enfundadas en faldas largas bordadas con centelleantes espejos y cintas de plata, y adornadas con cascabeles, brazaletes y toda suerte de abalorios metálicos. Varios estudios científicos certifican lo que su folclore exuda, que el duende flamenco hunde sus raíces más profundas en las dunas candentes de la tierra del Rajastán.
Bigotes y tocados que hablan
A ojos noveles, este mosaico lisérgico de facciones, adornos, costumbres, expresiones culturales y mostachos siempre frondosos y arqueados hacia el cielo se despliega como el genuino y vasto escenario de Las Mil y una Noches. La exuberancia eclipsa la diversidad. Un viejo y modesto dicho autóctono avisa de que, en el Estado de los marajás, el dialecto, la cocina, el agua y el turbante cambian cada veinte kilómetros. El escritor británico Aldous Huxley lo constató ya en 1925. «Recuerdo que cerca de Jaipur empezaron siendo pequeños y en su mayoría blancos. Después se hicieron cada vez más grandes y cada vez más rojos, hasta que en un momento determinado alcanzaron una especie de apogeo grandilocuente. Parecían enormes globos de muselina con pequeñas caras humanas casi insignificantes en medio de cada uno», escribió.
Casi un milenio después, estos atributos masculinos continúan siendo igual de fascinantes y llamativos para informar de la región del portador, su tribu, estatus, oficio, credo e, incluso, de la ocasión, en función del tamaño y el color, Hasta mil distintas formas y tipos de turbantes se han catalogado allí y ni uno de ellos sirve solo para proteger del sol al que lo lleva.
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