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iciar ochoa de olano
Madrid
Lunes, 20 de enero 2020, 00:46
Rustenburg es una ciudad de unos 400.000 habitantes enclavada al noroeste de Sudáfrica, a noventa minutos en coche de Johannesburgo y de Pretoria. Se cree que el nombre proviene de 'rest', descanso, en inglés. Al parecer, era uno de los pocos lugares en que ... los colonos blancos podían protegerse de los ataques de africanos negros. Las que no encuentran allí el modo de ponerse a salvo son las niñas y las mujeres. Una de cada cuatro ha sido violada al menos una vez en su vida. Se estima que, cada año que pasa, deja como secuela insoportable una legión de 12.000 supervivientes del terrorismo sexual, uno de los ratios más brutales del planeta.
En Rustenburg abundan las sonrisas de platino. Lebogang Seketema tiene una. Cuando se le rompió un diente y luego otro, pidió a su odontólogo que le reemplazara el esmalte ausente con el metal precioso «de mi provincia». A solo trece kilómetros de la ciudad, un colosal yacimiento produce el 70% de las reservas mundiales. En el corazón del lucrativo cinturón minero de Sudáfrica, proliferan la miseria, el chabolismo y la frustración en torno al platino. Y, también, el desequilibrio de sexos. Por cada 120 hombres instalados allí apenas hay un centenar de mujeres, lo que acrecienta su vulnerabilidad frente a las agresiones de género.
Cada día, el presumido Seketema y otros siete conductores masculinos rotan para recoger y trasladar a víctimas de la violencia sexual hasta uno de los cuatro centros de atención médica y psicológica de urgencia que Médicos Sin Fronteras (MSF) desplegó en la vieja 'ciudad del descanso', en 2015, con la colaboración del Departamento de Salud del territorio. Los locales los llaman«kgomotso», que significa lugar de bienestar en setusana, la lengua bantú en la que hablan los tswana, la etnia mayoritaria en Rustenburg. La organización solidaria cuenta allí con personal de enfermería forense y con trabajadores sociales, que las curan de sus lesiones, las ofrecen asesoramiento psicológico, las proporcionan apoyo social y las ayudan a prevenir el VIH, las enfermedades de transmisión sexual y posibles embarazos no deseados. Pero, antes de que ese protocolo de atención se ponga en funcionamiento, lo primero que necesitan esas niñas y mujeres es un conductor que las traslade, con todo su horror a cuestas, hasta uno de esos servicios.
A Poppy Makgobatlou, una vecina del distrito de Babong, en Rustenberg, la recogió uno de esos chóferes. Padeció el maltrato sistemático de su marido durante casi tres décadas. «En nuestra cultura respetamos los deseos de nuestros padres y mi madre sintió que la humillaría si le dejaba», explica. Quedarse sin casa y sin recursos era secundario para ella. Un día en que, como siempre, su esposo llegó a casa borracho, la empujó bruscamente contra la pared. «Algo crujió», revive serena. Era su hombro. Se lo había partido. «Me dije que había sido un accidente, que lo había hecho sin querer, que aquello no se repetiría. Otra vez me volví a mentir a mí misma».
Cuando encontró el coraje suficiente para mirar la realidad de frente y buscar ayuda, llamó al teléfono 24 horas que MSF tiene habilitado para denunciar la violencia sexual. Un conductor de la organización médico-humanitaria acudió enseguida a por ella. Aquel encuentro le dejó huella. «Me encontró llorando. Recuerdo que me dijo: 'no sé cuánto dolor sientes, no puedo decirte que todo va a ir bien, porque no sé cuánto tiempo llevas viviendo así, pero trata de ser fuerte'», repite desde su choza de zinc, recreándose en cada palabra, con sus grandes ojos marrones libres de resquemor. Nunca antes un hombre le había hablado de aquella manera; nunca antes un hombre le había mostrado consideración alguna.
70,5 personas (a menudo, niñas y mujeres) por cada 100.000 habitantes han sido víctimas de la violencia sexual en Sudáfrica, un país que roza los 58 millones de habitantes. Ese ratio constituye uno de más altos del mundo.
El 9,1% son niñas Se estima que uno de cada tres menores sudafricanos ha sufrido algún tipo de agresión sexual en su vida y, según ha reconocido el propio Gobierno, hasta el 9,1% de las violaciones denunciadas en el país corresponde a niñas de nueve años o menos. En ocho de cada diez casos, el agresor es un miembro de la familia o una persona cercana.
Rustenburg Situada en pleno corredor de las minas de platino, esta ciudad de 400.000 habitantes emplazada al noreste del país es uno de los lugares con mayor incidencia de la violencia de género. Cada año, unas 12.000 niñas y mujeres son violadas allí con total impunidad.
Una víctima, un vehículo, un conductor y un trayecto más o menos breve. Las experiencias más transformadoras a menudo solo requieren eso, un reparto exiguo, una trama sencilla y toda la crudeza de la verdad, sin posibilidad de escapatoria, para que prenda la magia de la empatía. Los conductores tampoco salen indemnes de estos recorridos. «Antes de que empezara en este trabajo sabía que existía la violencia sexual, claro, pero no tenía ni idea de lo que eso supone para las personas que la sufren. He aprendido mucho de todas las pacientes que he llevado. De crío yo también era violento en la calle, con otros chavales. En mi casa todos teníamos miedo a mi padre y yo quería que los demás me temieran a mí. Estaba enfadado por todo lo que me había ocurrido. Este trabajo me ha ayudado a deshacerme de él», confiesa Seketema con su sonrisa de platino.
Mike Ramoshaba
Ahora comprende mejor a su hermana pequeña. Un vecino la violó cuando solo tenía nueve años. La familia impuso el olvido. «Todavía hoy me doy cuenta de que trata de bloquear en su cabeza todo aquello, pero no puede...». «Un día recogí a una niña de esa misma edad de una escuela de primaria. La había forzado su padrastro... Otro, a una anciana... No podía hablar. Su nieta lloraba con histeria... Logré calmarla. A veces te cuentan lo que les ha sucedido y yo intento cambiar su viaje al centro de atención, hacer que se sientan seguras y esperanzadas. Yo ya no me veo solo como un conductor. Considero que les reconforto y que les ayudo a proteger sus vidas», afirma con indisimulado orgullo.
MSF ha proporcionado a Seketema, como al resto de compañeros, formación en primeros auxilios sicológicos. Han aprendido a tratar a las supervivientes de la violencia sexual con compasión para evitar traumas secundarios y a evaluar rápidamente la situación para poder proporcionarles la primera asistencia básica, que habitualmente consiste en generar confianza y allanarles así el camino hasta la siguiente etapa de la atención.
Isaiah Ngwako Selowa
Donald Diokana no puede evitar llevarse a casa las emociones que manan a borbotones en el asiento de atrás: «La primera paciente que recogí era una mujer a la que habían violado cuando iba a trabajar. Intentó resistirse y, en la pelea, fue apuñalada en las piernas. No podía meterse en el coche por sí misma. Cuando días después volví a recogerla para llevarla a una cita de seguimiento, seguía llorando. No puedo quitármela de la cabeza».
Pese a llevar varios años al volante de tanta infamia, Ofentse Goodwill dice escuchar historias diferentes todos los días. Lo que más le conmueve no es la truculencia, sino que «todas estas mujeres puedan recibir ayuda». Otro veterano, Mike Ramoshaba, desconocía todo sobre el trabajo humanitario. Ahora sabe «cómo mantener la calma y hacer lo correcto», incluso cuando quien le aguarde es un niño con el terror dibujado en su cara. «Muchos piensan que, como soy un hombre, les puedo hacer lo mismo y les da miedo subir al coche».
Donald Diokana
En un país «en crisis como este, donde se cometen tantos de estos crímenes horribles», Johannes Ramushaba no puede evitar preguntarse a cada rato si «nuestras madres, hermanas, esposas, amigas e hijas están a salvo». Tiene una de siete años, a la que enseña «cómo defenderse y a gritar si alguien la toca». Vive intranquilo. «Muchos hombres sienten que tienen derechos sobre el cuerpo de las mujeres. Incluso sobre su uso de anticonceptivos. Y ellas son las que sufren náuseas y las que paren cuando se quedan embarazadas».
A medida que aumenta la conciencia y el conocimiento de los «kgomotso», los chóferes de MSF tienen cada vez más trabajo. En 2015, el primer centro de atención abierto en Rustenburg atendió 62 episodios de agresiones sexuales. En 2018, los cuatro servicios trataron 1.266 casos nuevos y, en el primer semestre de 2019, 657 mujeres y niñas recurrieron a su ayuda.
Lebogang Seketema
Lo que no hay modo de cuantificar es el efecto que está teniendo en sus comunidades el cambio de sensibilidad y de mentalidad operado en los conductores desde que han entrado en contacto directo con las víctimas de la violencia de género. Pero todo apunta a que el círculo feroz se resquebraja. «Los hombres de mi edad crecimos entre golpes. Los que daban a nuestras madres y los que nos daban en casa o en la escuela. Pensábamos que era la forma de corregir y que ese era nuestro papel. Yo he comprendido que eso es un abuso –se sincera Isaiah Ngwako–. Antes cuando veía a mi mujer llorar después de una discusión no me sentía mal. Pensaba que era así como debían ser los hombres. Ahora puedo sentir su dolor y encuentro la manera de salir y calmarme, porque soy otro».
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