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Darío Menor
Jueves, 26 de diciembre 2019, 00:49
Ernani Proietti, agricultor de 80 años, se enfadó cuando vio cómo aquellos seis chavales descendían con una cuerda por la pared con que confinaba su huerto para aterrizar en medio de sus lechugas. Era un día de finales de abril de 1979 y en Narni, ... una bella localidad en el centro geográfico de Italia, estaba a punto de producirse un magnífico descubrimiento gracias a la curiosidad y tenacidad de aquellos muchachos. «Se molestó con nosotros porque le habíamos destruido sus verduras. Tratamos de defendernos diciéndole que éramos espeleólogos y que queríamos probar nuestra nueva cuerda. Ernani era un hombre sencillo y nos dijo que no sabía qué era eso de la espeleología, así que se lo explicamos. Fue entonces cuando nos enseñó el agujero que había en el muro al lado de donde estaba el gallinero. Le preguntamos si había entrado alguna vez y nos contestó que por supuesto que no, que no estaba loco, pero que se decía que allí dentro había un tesoro».
Roberto Nini recuerda 40 años después la emoción de aquel descubrimiento. Él era el único de aquel grupo de chavales que había cumplido entonces la mayoría de edad y que tenía carné de conducir, por lo que llevaba en coche a los demás para hacer excursiones de exploración por las cuevas de la región. «Quitamos un poco de tierra y pudimos pasar a malas penas por el agujero. Dentro nos encontramos un amplio espacio con unos pocos escombros. Había agua por todos lados, parecía que llovía dentro. Encendimos las linternas y entonces nos topamos con la mirada del arcángel San Miguel. Debido a las filtraciones del techo, el agua resbalaba por el muro y parecía que el fresco con el dibujo del arcángel estuviera llorando. Era como si nos estuviera pidiendo ayuda para que lo sacásemos de ahí. Fue muy emocionante. En ese momento entendimos que habíamos descubierto algo significativo, pero no teníamos idea de lo importante que iba a resultar». A Roberto, que tiene hoy 61 años y sigue viviendo en Narni, como los otros cinco aventureros, entre los que está su propio hermano, aquel hallazgo iba a cambiarle la vida.
Los jóvenes espeleólogos acababan de entrar en una iglesia que formaba parte del gran convento que los dominicos tenían en Narni, destruido en su mayor parte durante los bombardeos aliados en la Segunda Guerra Mundial. Uno de los aviones que se dirigía hacia la vecina ciudad de Terni, un importante polo industrial, dejó caer alguna bomba también en esta localidad que cuenta hoy con unos 20.000 habitantes. La explosión convirtió buena parte del monasterio en una montaña de escombros. Tras el conflicto bélico, algunos vecinos levantaron sus casas y huertos, como Ernani, entre los restos. El convento no empezó a salir del olvido hasta aquel día en que Roberto y sus amigos entraron sin saberlo en la iglesia de San Miguel Arcángel, un pequeño templo del siglo XII y techo abovedado que utilizaban de forma privada los dominicos. «Nosotros lo llamamos Santa María de las Rocas, porque el fresco del ábside muestra la coronación de la Virgen y no sabíamos el verdadero nombre. Luego nos enteramos gracias a un documento del siglo XIV que estaba en realidad dedicada a San Miguel Arcángel», recuerda Nini.
Después de su restauración, el templo fue habilitado de nuevo para el culto el 23 de septiembre del año 2000. Ahora es la primera maravilla que se encuentra el visitante de 'Narni Subterránea', el recorrido que propone la asociación promovida por Nini, sus compañeros y otros vecinos para poner en valor este patrimonio abandonado y desconocido. «Se ha convertido en el atractivo turístico más importante de la ciudad. Hemos cumplido ya 25 años desde que se abrió al público. La primera década fuimos poco a poco, con menos de mil visitas al año, pero ya han venido cientos de miles de personas», cuenta orgulloso este peculiar 'Indiana Jones' de la Umbría, al que te puedes encontrar en la taquilla vendiendo las entradas o dejándoles una gigantesca espada y un escudo de metal a un grupo de niños para que se tomen unas fotos.
Los críos salen encantados de la visita. En la antigua iglesia se quedaron boquiabiertos al descubrir que en el suelo, cubierto por una protección de cristal sobre la que caminan los visitantes, hay varios huesos de los religiosos que allí rezaban y celebraban sus liturgias. La sorpresa no era tanto por los restos humanos como por las palabras de Letizia, la guía. «Son los huesos de los brazos de unos fotógrafos que no hicieron caso cuando les dijimos, como a vosotros, que aquí no pueden hacerse fotos. Tuvimos que cortárselos». El gesto de miedo de alguno de los pequeños lleva a la guía a recular. «Que era broma, ¿eh? Es bueno que seáis curiosos, como Roberto y sus amigos. ¿Pensáis que ellos no siguieron explorando? ¡Nada de eso!», dice Letizia señalando a uno de los laterales del templo, donde se abre un vano que lleva a otra estancia y a un pasillo posterior. Cuando Nini y sus compañeros llegaron allí por primera vez, se encontraron con que estaba tapiado. Tuvieron que arrearle al muro unos cuantos golpes y, para su sorpresa, cuando se vino abajo, acabaron en la despensa de la señora Rosita, una anciana cuya vivienda está construida en parte de los restos del antiguo monasterio.
«Parecía que el pasillo continuaba y quisimos tirar otra pared, pero Rosita nos dijo que de ninguna manera. Al principio obedecimos», recuerda Nini. No le hicieron caso durante mucho tiempo. Les picaba la curiosidad y decidieron seguir adelante, pero tenían que abatir el muro sin que nadie les escuchara. No encontraron mejor momento que en las fiestas patronales, cuando los habitantes de la localidad se agolpan en las calles para ver los pasacalles de vecinos ataviados con vestidos medievales mientras los tambores suenan sin parar. Con todo aquel jaleo, nadie se dio cuenta de los golpes que dieron los jóvenes hasta que consiguieron abrirse paso y descubrir la siguiente maravilla de la actual 'Narni Subterránea'.
«Al principio la señora Rosita se enfadó mucho y dijo que nos iba a denunciar, pero tuvo que dejarlo pasar porque ella había ocupado aquel espacio sin permiso del Ayuntamiento», rememora Nini entre risas. Así consiguieron llegar a una gran sala que, a su vez, conduce a un espacio más pequeño lleno de antiguos grafitis en las paredes. «Tampoco allí estaba el tesoro de oro y joyas del que nos había hablado Ernani. Pero, años después, pudimos entender que sí que habíamos descubierto un tesoro, pero uno histórico. Aquella era la prisión que el Tribunal de la Santa Inquisición tenía en Narni, de la que nadie sabía nada hasta el momento». La primera pista para descubrir que estaban en las salas donde el Santo Oficio juzgaba y encerraba a los reos se la brindó a Nini un amigo que, buceando en los archivos de la localidad, se encontró una página perdida que citaba a un tal Domenico Ciabocchi, encarcelado en 1726 por bigamia.
«Tardamos unos diez años en reconstruir todo el proceso. Una visitante nos habló de un libro que contaba que algunos archivos sobre la Inquisición habían sido robados por Napoleón. Una parte volvió de París a Roma, otra fue quemada y algunos legajos terminaron en el Trinity College de Dublín, que gracias al contacto que tenía aquella visitante nos envió toda la documentación sobre Ciabocchi», cuenta agradecido Nini. Así supieron que el reo consiguió matar a su carcelero y escaparse, aunque no tardó en volver a ser detenido y ajusticiado.
El otro nombre propio ligado a este lugar es el de Giuseppe Andrea Lombardini. Está escrito en la celda subterránea junto a la fecha en que comenzó su encierro (4 de diciembre de 1759), su proclamación de inocencia y un buen número de símbolos ligados con la masonería. «Estuve años pidiendo al Vaticano por carta que me dejaran investigar sobre la presencia de la Inquisición en Narni sin recibir respuesta. Pero en una visita, un día vino un monseñor que trabajaba en el Archivo Secreto Vaticano y me permitió consultarlo. Allí no encontré nada, pero sí en el archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Me tuvo que autorizar el prefecto, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, que estaba ya a punto de ser elegido Papa, pues acababa de morir Juan Pablo II», rememora el investigador. «Siempre le estaré agradecido. Me permitió que, entre millones de documentos, encontrara unos papeles que mostraban que Lombardini pudo salir de la cárcel porque era inocente. Cuando lo leí, me levanté de la silla con una fortísima emoción. Fue como devolverle la dignidad 250 años después».
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