![Entre la chabola y el invernadero](https://s2.ppllstatics.com/ideal/www/multimedia/202302/05/media/cortadas/almeria-k0GH-U190514742318g5H-1248x770@RC.jpg)
![Entre la chabola y el invernadero](https://s2.ppllstatics.com/ideal/www/multimedia/202302/05/media/cortadas/almeria-k0GH-U190514742318g5H-1248x770@RC.jpg)
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Said llegó en 2018 a Barbate en una goma de nueve metros impulsada por un fueraborda de 40 caballos, uno por cada pasajero de la embarcación. Salió de la costa de Larache y en la estela dejó a sus padres y una vida de estudiante ... relativamente cómoda. Es hijo único, así que ahora los ayuda con lo que puede. No ha vuelto a verlos desde entonces porque no tiene papeles y tendría que jugarse otra vez la vida para regresar a España. Pero a veces se plantea volver. «Aquí estoy peor que en Marruecos».
Quiere ser peluquero, pero por ahora el sueño no pasa de espejismo. La realidad es el campo. Said (27 años) ha recorrido media España como temporero: Granada, Huelva, Jaén, Córdoba, Barcelona... y ahora Almería. Buscó piso, una habitación compartida o al menos un colchón donde dormir en el suelo de alguna cochera. No encontró nada, así que acabó en Walili, el asentamiento chabolista de Níjar (Almería) que las retroexcavadoras redujeron a escombros el pasado lunes.
En Almería, con la luz adecuada, la frontera entre el plástico y el mar se difumina y crea la sensación de un desierto interminable. Para encontrar los matices de esta tierra hay que adentrarse en el laberinto de carriles terrizos por los que transitan en bicicleta los temporeros que van y vienen del trabajo, principalmente morenos -como se llama aquí a los subsaharianos- y marroquíes que se ganan el pan echando jornales que van de 4 a 6 euros la hora, dependiendo de los escrúpulos del empresario.
El paisaje es seco, yermo. Aquí todo crece bajo el techo blanquecino de los invernaderos. El campo de Níjar es una tierra de contrastes. Al otro lado de la montaña, siguiendo la serpenteante carretera de San José, está el paraíso. Las playas de Cabo de Gata y los resorts del Toyo y Retamar. Pulseras de todo incluido a 10 minutos en coche de la pobreza más extrema. «Han cambiado una forma de marginalidad por otra. Pero no consiguen salir de ella», comenta un voluntario de una ONG.
Más contrastes. Níjar es uno de los términos municipales más grandes de España, con casi 600 kilómetros cuadrados de superficie, pero también está entre los más pobres, con 7.801 euros de renta per cápita. Sobre el papel hay 31.816 habitantes, aunque la población real es mucho mayor porque los sin papeles, que se estiman en más de 7.000, no figuran en el censo. La presión demográfica e inmobiliaria es atroz. Los migrantes, la mano de obra de las explotaciones hortofrutícolas que constituyen el principal tejido empresarial de la zona, se quejan de que no hay pisos para alquilar. Y si los hay, dicen, no se los arriendan a ellos.
Y así, entre una oferta de vivienda a todas luces insuficiente y tremendamente dispersa por un término municipal gigante, surgieron las primeras chabolas, construidas bloque a bloque en parcelas estratégicamente situadas en lugares próximos a los invernaderos y a las torretas de luz para engancharse al tendido eléctrico. Ir a trabajar, aquí, resulta una odisea. «Es más que eso, es un peligro. Vamos andando o en bicicleta, así que te arriesgas a que alguien que va en su coche con prisa por llegar al trabajo te atropelle. Un amigo murió así en El Ejido poco antes de que yo viniera a Almería», recuerda Said, que sentencia: «Si no mueres en el mar, vas a morir aquí».
Actualmente, hay 33 asentamientos -muchos de ellos de apenas dos o tres viviendas- repartidos por el campo de Níjar. Walili -nombre con el que se llamaban antiguamente esos terrenos- era más famoso porque también era el más visible, levantado a un costado de la carretera de San José, a la vista de cualquier visitante, en la parcela de un particular que llevó la okupación a los juzgados. Walili tenía chabolas, mezquita, tienda y puticlub. Ahora, es una montaña de escombros y basura -se calcula que 7.000 toneladas, unos 240 camiones- donde otros migrantes hurgan buscando ropa, mantas o chatarra.
La vida allí, dice Said, era «un poco mal», pero al menos tenían un sitio donde dejar sus cosas. «Nadie te iba a robar. Éramos como una familia», cuenta el joven marroquí, que habla un español bastante fluido. «Vives como un soldado. Te levantas a las seis o las siete de la mañana para ir al trabajo. Echas ocho horas, vuelves al poblado a las seis de la tarde y vas a buscar agua en botellas para ducharte. A las 22 horas, a dormir. Y así todos los días. ¿Por qué aguanto? Para conseguir un contrato y tener papeles. Necesitas ahorrar tres años para comprar uno».
En el Walili no había escrituras ni notario. Las chabolas pasaban de unos a otros con un simple apretón de manos y se vendían entre 300 y 700 euros en función de sus dimensiones o incluso su orientación. «Yo se la compré a un chico que se quería ir a vivir a Italia», dice Said. La suya le costó 400 euros. Hace algo más de un año, se marchó a Huelva a la fresa y, al regresar, se la encontró calcinada. Había sido pasto de uno de los muchos incendios que ha sufrido el asentamiento. «Tienes que volver a empezar una y otra vez. Ahora estoy igual. Tuve que dejarlo todo y quedarme sin nada». Todo lo que tiene cabe en una pequeña maleta de viaje.
Idrish llegó en patera a Italia hace tres años y luego voló a España bajo la promesa de techo y trabajo. La realidad no era la que imaginaba y acabó en Walili. La chabola le costó 400 euros, como a Said, pero la adquirió junto a otros tres compatriotas, a 100 euros por barba. «La vida es dura aquí. No puedes comprar nada, y para una cosa que tienes… la pierdes», se lamenta el senegalés, de 23 años, que ocupa uno de los barracones de Los Grillos, el «recurso habitacional» (300 camas) ofrecido por el Ayuntamiento tras el desalojo del poblado.
Como en cualquier polémica, las cifras bailan. La Policía Local de Níjar tenía registradas -con nombre y apellidos- a unas 250 personas en el asentamiento desmantelado, pero otras voces, entre ellas las de las ONG, hablan de casi 500 almas que este lunes se quedaron sin su morada. El Ayuntamiento indicó que unos 80 migrantes pasaron inicialmente por el centro de emergencia, aunque Said, que es uno de ellos, dice que son muchos menos. «Seremos 20 o 30», asegura.
¿Qué ha sido, entonces, del resto? Los han absorbido los dos principales asentamientos, que se llaman El Hoyo, en el barrio del Barranquete, y La Pared, que está en la zona de Atochares. Este último es el más numeroso -es aún más grande que Walili-, con dos hileras de chabolas que crecen perpendiculares a la carretera comarcal. Un furgón de la Cruz Roja aparca a la entrada para repartir un centenar de bolsas de comida. Es un momento tenso, porque hay que distinguir entre la necesidad y la urgencia.
Rafael es el único español de La Pared. Hace 12 años dejó atrás una vida en Málaga, donde aún viven sus hijos, para emprender una nueva al lado con Hakima, una mujer marroquí que venía con un niño de año y medio de una relación anterior. Se mudaron los tres a Almería para empezar de cero casi con lo puesto. Igual que Said, intentaron buscar piso, pero los precios y la falta de vivienda los abocaron al asentamiento de Atochares.
Apenas había una decena de chabolas cuando llegaron. A Rafael le indicaron una casucha de una habitación que se había quedado vacía porque su morador se había quitado la vida unos días antes. «Le mandé 100 euros a su madre, que estaba en Marruecos, y me la quedé», cuenta el malagueño, que ahora tiene 61 años. Tras ofrecer un poco de té y una silla de plástico, Hakima (41) apostilla: «Es lo que hay que hacer. No quiero comerme lo que no es mío».
Los dos trabajaron durante un tiempo en el campo, pero ahora sólo lo hace ella. «Es muy trabajadora. Se ha quedado parada hoy -depende de la demanda y del momento de la temporada- y hace un rato me dijo, fastidiada, que ha perdido 48 euros (su jefe le paga la hora a 6 euros)». Rafael ha trabajado desde que tenía 12 años en el campo, recogiendo aguacates y aceitunas, en la obra y en la mar. Ahora sólo sale al campo a buscar unos cuantos espárragos porque tiene problemas respiratorios. Venía cobrando una pensión de 620 euros que desde hace un par de meses, desconoce por qué, se ha reducido a 66. «No sé qué piensan que puedo hacer yo con eso», afirma mientras apura un cigarro «del más barato» que ha encontrado en el estanco.
En ese eterno volver a empezar de los que viven aquí, Rafael y Hakima se vieron obligados a «salir con lo puesto y con el televisor bajo el brazo» en 2020 por un incendio que arrasó su vivienda. Rafael contrató a un albañil al que pagaba 35 euros diarios para que le ayudara a levantar de nuevo, bloque a bloque, la chabola. Ahora es un cuadrado de 100 metros (10 por 10) con cocina, salón y un par de habitaciones con puertas metálicas en la que gastaron todos sus ahorros, unos 4.000 euros.
Las paredes están a medio enlucir y las vigas, a la vista, como quien deja un trabajo a medias porque no tiene claro que merezca la pena terminarlo. Rafael ha bajado los brazos. «Qué voy a esperar ya. Que cualquier día me dé algo y me vaya al otro lado», suelta, resignado. Hakima, en cambio, todavía conserva la esperanza y aspira a un lugar mejor, una casa cerca del colegio de su hijo y un buen trabajo. Está preocupada por lo ocurrido en Walili. «Me han dicho que hay gente que rompe casas. Tengo mucho miedo de que vengan aquí y me tiren abajo la mía, porque no tenemos dónde vivir».
Hace frío, aunque el horno de pan caldea la estancia. Todo lo que tienen lo han recogido en la calle o lo han fabricado artesanalmente. La mesa donde apoya el cenicero está construida con viejos palés, el pollo de la cocina está hecho a base de solería y rasillón y cuentan con un depósito de agua de mil litros que trajo Rafael para lavar la ropa. El cableado pende de las paredes y una pequeña bombilla halógena ilumina el cuarto. Hay un frigo desconchado y unas cuantas cajas de fruta y verdura en la entrada. Es todo lo que tienen. Al despedirse, Hakima lanza una pregunta que se clava en la boca del estómago. «¿Quieres llevarte tomates?».
El desalojo del poblado Walili sigue instalado en la polémica. La alcaldesa de Níjar, Esperanza Pérez (PSOE), intentó salir al paso de las críticas en el pleno celebrado el pasado viernes, en el que explicó el proceso que desembocó en el derribo de las chabolas. El final de Walili empezó a escribirse en agosto de 2020, cuando el consistorio encargó a la Universidad de Granada un estudio con un título extensísimo para, en esencia, acabar con los asentamientos chabolistas que desde hace décadas crecen en la comarca de Níjar. El informe derivó en un protocolo para erradicar las infraviviendas y ofrecer una solución a los miles de migrantes que pueblan esta zona de Almería. Mientras ese proceso avanzaba, el Ayuntamiento recibió un informe que alertaba del grave riesgo de seguridad para las personas alojadas en el asentamiento Walili, donde, según recalcó la regidora, se han producido cuatro incendios en los últimos años. La alcaldesa explicó en el pleno que ese informe vino a acelerar el proceso de desalojo. Para acoger a los migrantes, el Ayuntamiento habilitó un centro de emergencia con 300 plazas en la zona de Los Grillos. Una solución parcial es la construcción de 62 viviendas en el mismo paraje de Los Grillos, a un centenar de metros del centro de emergencia, en lo que constituye un proyecto pionero en Andalucía financiado por la Junta y el Gobierno con un presupuesto de 1,6 millones de euros. Las obras están en su recta final y se supone que serán destinadas a vecinos de Walili.La Plataforma Derecho a Techo emitió el mismo viernes un informe donde critica duramente la actuación del Ayuntamiento y en concreto de la alcaldesa, a la que acusa de «abuso de poder y política de cortijada» frente a las personas más vulnerables que habitan en el municipio. «Las personas afectadas mostraron en reiteradas ocasiones que no querían abandonar sus chabolas pese a que las condiciones no fueran las adecuadas», dicen.
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