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IRMA CUESTA
Domingo, 18 de febrero 2018, 01:05
Enrique de Dinamarca fue un tipo peculiar. De otro modo, sería imposible imaginarlo disfrazado de oso panda en una cena de gala del Fondo Mundial para la Naturaleza (una imagen que los presentes jamás olvidarán), sacando la lengua a los periodistas que le daban la ... lata, asegurando que la carne de perro, aunque algo seca, no estaba nada mal, o gritando a los cuatro vientos que, dado que su esposa no consentía en nombrarle rey, debía olvidar la idea de que algún día descansarían juntos para siempre. Aún así, su muerte dejó ayer un enorme vacío no solo entre los miembros de su familia, sino en un país, acostumbrado a valorar la humildad y la discreción, que durante décadas criticó sus frecuentes arrebatos de ira, su empeño en convertirse en rey y su buen vivir.
Dicen quienes le conocieron que Henri Marie Jean André de Laborde de Monpezat era un francés extremadamente guapo, culto y simpático, que fue incapaz de aceptar un papel de actor secundario en la película de su vida. «Fue una persona muy divertida que acostumbraba a decir siempre lo que pensaba. Exquisito, políglota, especialista en lenguas orientales, diplomático de formación, aficionado a los viajes y la lectura, el príncipe Enrique solo tuvo un problema: no supo aceptar que el marido de una reina no pudiera convertirse en rey. Aseguraba, y eso me lo dijo él, que en su casa era tratado peor que el gato», afirma Jaime Peñafiel, testigo de excepción de su boda con la entonces heredera del trono de Dinamarca.
Varios encuentros y entrevistas después, el especialista en entresijos monárquicos asegura que al marido de Margarita II siempre le gustó «dar la nota» y que, aunque a alguno pudiera parecerle lo contrario, fue siempre la gran debilidad de la reina. «Margarita siempre estuvo locamente enamorada de Enrique. Se conocieron en Londres cuando él trabajaba en la embajada francesa. Era guapísimo, simpatiquísimo y, además, era muy, muy alto. El hombre perfecto para una princesa que medía 1,82 y a la que iba a ser complicado encontrarle pareja», dice el experto.
La realidad es que, al principio, el seductor diplomático se adaptó a la perfección al papel de príncipe consorte. No solo cambió su nombre de Henri a Henrik y su nacionalidad francesa por la danesa, también dejó el catolicismo y se convirtió en protestante. Las cosas se complicaron cuando su hijo mayor, Federico, comenzó a ejercer como heredero. El príncipe vio entonces cómo sus aspiraciones de convertirse en rey consorte no solo se desvanecían, sino que a partir de entonces no solo debería caminar detrás de la reina, sino de su propio hijo.
De que el enfado iba en serio da idea el hecho de que, en un momento dado, hiciera las maletas y se instalara en el château de Cayx, el castillo que la familia posee en el sur de Francia y en donde el príncipe volvía a sus orígenes y cultivaba su propio vino. Dicen que fue a partir de ese momento cuando el marido de la reina Margarita decidió no dar marcha atrás. Asegurando sentirse «degradado y humillado», Enrique de Dinamarca dejó claro que, a partir de entonces, haría lo que le diera la gana. «Durante muchos años he sido el número dos y he estado satisfecho con ese papel, pero no quiero quedar relegado al número tres», le soltó a la prensa. El enfado fue tal que su mujer y sus hijos viajaron a Francia para tratar de llevarlo de vuelta a casa... y aún tuvieron que esperar unos cuantos meses para verle regresar.
«Enrique de Dinamarca tuvo una trayectoria impecable hasta sus últimos años. En cualquier caso, está claro que no debe ser fácil el papel de príncipe consorte cuando el que lo interpreta no pertenece a los círculos de la realeza. La prueba está en Claus de Holanda. Solo Felipe de Edimburgo representa al perfecto compañero de una reina, pero los propios Windsor han dicho más de una vez que lo suyo no es una familia, sino una empresa», afirma Andrés Merino Thomas, historiador especializado en casas reales.
Diagnosticado de demencia
La realidad es que a Enrique le costó encajar en Dinamarca. Su marcado acento francés y ese empeño en conseguir un estatus que no estaba su alcance, y que en su nuevo país era interpretado como un inaceptable afán de protagonismo, no le hicieron muy popular entre los daneses. «Todo lo que hacía era criticado. Mi danés era flojo, prefería el vino a la cerveza, los calcetines de seda a los de lana, los Citroën a los Volvo, el tenis al fútbol... Era diferente», confesó. Sin embargo, a pesar de que durante aquellos días de 'exilio' en círculos políticos calificaron su comportamiento como «agotador» y «desconcertante», y los medios de comunicación le confirieron el título de 'Llorón del año', fue en aquella época en la que el príncipe se mostró más vulnerable -«La gente está acostumbrada a considerar al príncipe Enrique como un pequeño perro que le sigue y obtiene un terrón de azúcar de vez en cuando», llegó a decir-, y cuando comenzó a ganarse el corazón de los daneses. En los años que siguieron a su enésima pataleta, comenzaron a aceptarle tal como era. Con el tiempo, su empeño en mostrarse contrariado y su extravagancia lo convirtieron en el miembro díscolo, pero simpático, de la familia real, e incluso los jóvenes se rindieron ante él. En 2013 colaboró con el grupo pop danés Michael Learns To Rock tocando el piano, poco después le pillaron dando un paseo dominical con varios amigos por la comunidad hippie de Copenhague conocida por su comercio de cannabis, y en junio de 2014 decidió disfrazarse de panda arrancando los aplausos de sus, ya por entonces, muchos seguidores.
Cuando parecía haber hecho las paces con su pueblo, el príncipe volvió a abrir la caja de los truenos cancelando su participación en las celebraciones del 75 cumpleaños de su mujer aduciendo problemas de salud. El hecho de que dos días después le pillaran hecho un pimpollo en una plaza veneciana llena de turistas levantó en armas a buena parte de los tabloides. Pero, aún así, sus admiradores dejaron claro que era ese el tipo de comportamiento errático por el que habían llegado a quererlo. En Twitter, un popular presentador de un programa de radio danés escribió: «¡Las palabras no pueden describir cuánto amo a Enrique!».
Hace un año llegaría el anuncio de que no estaba dispuesto a ser enterrado junto a su mujer en la catedral de Roskilde. Pero para entonces la casa real danesa ya sabía que la salud mental del príncipe no era buena. Semanas después, en un comunicado oficial, se informó de que el padre del futuro rey padecía demencia y se retiraba para siempre. El martes, apenas unos meses más tarde, una neumonía agravada por un tumor benigno que tenía en el pulmón le causó la muerte. El fallecimiento se produjo a las 23.18 horas en el castillo de Fredensborg, a donde había sido trasladado unas horas antes tras pasar unos días ingresado en un hospitak. La casa real danesa anunció que en el momento de la despedida el príncipe que no logró ser rey estaba acompañado por su mujer y sus dos hijos, Federico y Joaquín.
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