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MIKEL AYESTARAN
Miércoles, 30 de mayo 2018, 01:06
Silencio en el cielo de Damasco. No se escuchan aviones, nada de explosiones. Los hongos de humo han desaparecido de la parte oriental de la ciudad, de ese cinturón rural de Guta que desde 2012 ha sido un foco constante de conflicto. Los combates acabaron ... allí hace un mes con la rendición y retirada de los dos grandes grupos islamistas presentes, el Ejército del Islam y la Legión de la Misericordia. Pocas semanas después, el grupo yihadista Estado Islámico (EI) pactó su salida de Yarmouk y Hayar Al Aswad y el Ejército declaró que recuperaba «el control total de Damasco y sus alrededores». Este anuncio pone fin a más de seis años en los que la capital siria ha coqueteado con la guerra, ha asistido a los combates a apenas unos minutos de su Ciudad Vieja, pero en los que el Ejército sirio y sus fuerzas aliadas han sido capaces de mantener el control y frenar las ofensivas enemigas. La línea divisoria entre el Damasco gubernamental y el sublevado es la línea que divide la vida de la muerte. El primero ha sufrido atentados puntuales y lanzamiento casi diario de cohetes y morteros; en el segundo, el efecto de la artillería y la aviación es devastador. Es una auténtica zona cero.
«Esto no ha terminado, creo que no ha hecho más que empezar porque me preocupa mucho la situación al noreste del país, donde están las fuerzas de Estados Unidos. Aunque es cierto que la cosa en Damasco está mucho mejor que antes», opina Nader Al Shaar, veterano profesional del sector del cambio de divisas. Su oficina, en la plaza de Merjeh, en pleno centro de Damasco, es un reflejo de la evolución de la guerra. Cuando las cosas se pusieron muy mal para el Gobierno con el avance de los grupos opositores y la aparición del califato implantado por el EI, los sirios acudieron en masa a comprar dólares y millones de personas salieron del país. Ahora la oficina está desierta.
«Cuando el Ejército avanza, se refuerza la libra siria. Hemos pasado de mover 5 o 6 millones de dólares al día a no más de 600.000; y que nadie olvide que la guerra trae miseria, pero también nuevos ricos. Hay gente que se ha hecho de oro con los cercos a las zonas de Guta gracias al contrabando», apunta Nader, sin despegarse de su inseparable pipa de agua. El precio de un dólar supera las 400 libras sirias, cuando antes de la guerra se cambiaba por 50.
Damasco podría albergar ahora a más de cinco millones de personas, más del doble de la población que había en 2011, según diferentes fuentes consultadas. «La guerra ha provocado un proceso de urbanización en el país que ha dejado el campo vacío. Los sirios se concentran ahora en zonas bajo control del Gobierno y, además de Damasco, Tartús o Latakia han doblado su población, con todo lo que esto supone para los sistemas sanitario y educativo, totalmente masificados», advierte Fran Equiza, responsable de Unicef en Siria, que ha estado al frente de la respuesta humanitaria a la crisis en el cinturón rural de Damasco. «En el caso de Guta oriental hablamos del mayor número de desplazados en un solo día que se ha producido desde el estallido del conflicto. Más de 100.000 personas han pasado por los refugios y de ellas 40.000 permanecen allí», destaca Equiza, que recuerda que «Siria era un país que había erradicado el analfabetismo y con un sistema de salud universal de alta calidad, pero en siete años esto se ha terminado».
El zoco del Hamidie es un buen termómetro de la situación en una capital que ya goza de 24 horas diarias de electricidad y agua corriente, unas cifras mejores que la vecina Beirut sin haber pasado por una guerra reciente. Los comercios están bien surtidos y pese a la subida de los precios, el mercado está a rebosar. Hace tiempo que desaparecieron las colas de las panaderías y gasolineras, y cada semana se abren nuevas cafeterías, el sector que más prospera.
Las únicas tiendas vacías en Hamidie son las que ofrecen productos de artesanía o recuerdos para turistas, como el mítico establecimiento de Papa Joseph junto a la mezquita de los Omeyas. Su dueño pasa cada día el polvo a las fotografías del ex ministro de Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos, o Giorgio Napolitano, ex presidente de Italia. «Antes de 2011 tenía una media de tres o cuatro grupos al día, pero llevo siete años sin clientela y aunque ya no hay combates en Damasco, creo que debido a la situación en el resto del país los turistas tardarán en volver», comenta este vendedor con más de 50 años de experiencia, que mira desde su ventana la marea humana que discurre por las callejuelas de la Ciudad Vieja, pero que no incluye a extranjeros.
Vuelve la exportación
Ayman Al Ouf, apodado 'El Rey del Mosaico', ha capeado a base de exportaciones la falta de turistas. Su tienda está repleta de paquetes listos para salir hacia Beirut y Bagdad, desde donde se distribuyen a todo el mundo. Siria controla las fronteras con Líbano e Irak, pero ha perdido el control de las de Turquía y Jordania. «Vendemos artesanía damascena de primera calidad y que se produce en Guta oriental por lo que durante los últimos años de guerra hemos tenido que sacarla de contrabando, pero ahora ya no. Los artesanos han pasado del hambre a comer el pan que regala el Gobierno, el pan de Assad, así que seguro que ahora trabajarán aun mejor», apunta este comerciante desde el corazón de una tienda que heredó de su padre y que figura en todas las guías de viaje.
Las campanas suenan en Bab Touma, en el extremo oriental de la Ciudad Vieja. Es el barrio cristiano y también el que más cerca se encontraba de Yobar, bastión de la Legión de la Misericordia, grupo islamista que lanzaba morteros con asiduidad. El obispo armenio Armash Nalbandian trabaja en su despacho, una oficina pegada al mismo muro de la Ciudad Vieja que ha sido también su refugio anti-cohetes durante los últimos años. «Vuelve la seguridad, pero queda mucho para que vuelvan las familias que decidieron emigrar. Aquí hemos vivido la guerra con menor intensidad que en Homs o Alepo, pero tampoco ha sido fácil», destaca este religioso, que calcula que la mitad de los cristianos de Siria han podido abandonar el país.
Solo hay que alejarse cinco kilómetros del despacho del obispo para llegar al puesto de control de Yobar, el barrio desde el que los grupos armados islamistas pretendían lanzar el asalto final sobre Damasco. El recorrido discurre por un camino de barro y la vista del que hasta 2011 era uno de los florecientes centros industriales de la periferia de la capital es apocalíptica. «Damasco es el símbolo de Siria y una línea roja para el Gobierno, había que defenderla a toda costa y al precio que fuera», destaca el oficial al mando de esta zona hoy muerta. El precio pagado es la destrucción absoluta y el desplazamiento masivo de miles de personas que ahora hacen cola en los puestos de control para regresar a los lugares de los que salieron por culpa de los combates. Vuelven para ver si sus casas siguen en pie y con la esperanza de poder rehacer sus vidas, pero la mayoría se tiene que dar la vuelta sin ni siquiera poder acceder al barrio debido a la que el Ejército no ha terminado las labores de desminado. «Llevamos seis años esperando este momento, aunque solo queden las cuatro paredes volveremos, solo queremos volver», confiesa un desplazado que lleva desde 2012 viviendo en un pequeño hotel del centro de la capital. Imposible imaginar la vuelta de la vida en medio de semejante destrucción. No hay palabras, no hay imágenes que puedan recoger el impacto de la escena.
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