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SERGIO GARCÍA
Lunes, 7 de enero 2019, 00:19
Por sus venas corre la sangre de aquellos que buscaron refugio sobre las aguas de un lago para conservar su libertad. Allí siguen sus descendientes, en esa Venecia a la africana, infestada de mosquitos y envuelta en una humedad empalagosa, donde la electricidad es un ... invento de ayer y el agua corriente, una entelequia. Su pesadilla duró siglos, desatada ya en toda su crueldad mucho antes de que los papas Nicolás V y Alejandro VI, el Borgia, autorizaran el comercio de esclavos primero a Portugal y luego a España. Largas filas de desgraciados cargados de grilletes y despellejados a latigazos recorrían el país por caminos y manglares cada vez que el reyezuelo de turno tomaba una aldea y hacía prisioneros. Llegaban de Abomey, de Porto Novo, de Dassa Zume, de Savalou, todos con el horror escrito en los ojos, malheridos y famélicos. Un infierno en la Tierra que iba desde Senegal a Angola y daba la vuelta al continente hasta Zanzíbar y el Cuerno de África.
Fue aquí, en Ganvié, donde esquivaron su destino, sabedores de que las creencias de sus perseguidores les impedían adentrarse en las aguas del lago beninés de Nokué. Los fugitivos, de la etnia tofuni, levantaron chozas que desafiaban las tormentas y aún la gravedad, y que con el tiempo se han convertido en pequeños islas de aglomerado y chapa sobre pilotes de madera, comunicadas entre sí por canoas de pescadores que lanzan sus redes y nasas en busca de carpas. Un colegio, un hotel, un mercado, una mezquita... servicios que en cualquier otro lugar pasan por normales y que aquí parecen un espejismo.
Benín, ese pequeño país de África Occidental donde el vudú es la religión mayoritaria y los hechiceros tienen la consideración de jueces, fue antaño uno de los focos más calientes del comercio de esclavos. A 30 kilómetros de Cotonou, la capital, está Ouidah, junto con la isla de Gore en Senegal, Pointe Noire (Congo-Brazaville), Elmina (Ghana) y Zanzíbar (Tanzania) los ejes de un mapa levantado sobre el terror. La ciudad esconde ecos que han atravesado océanos a bordo de los barcos negreros, donde se hacinaban cientos de personas reducidas a la condición de mercancía rumbo al Nuevo Mundo.
La plaza Chachá
En el centro de esa malla urbana imposible que es cualquier ciudad africana sobrevive la plaza Chachá, donde el gobernador Francisco de Sousa seleccionaba a los 'ejemplares' más resistentes, separaba familias y escarmentaba a los prisioneros díscolos. Los esclavos -adquiridos a cambio de cacharros de cocina, abalorios de vidrio o armas- eran conducidos como ganado por una larga pista de tierra que distaba 11 kilómetros del mar, hoy apenas 4 por capricho de las mareas. Su víacrucis incluía puntos que todavía hoy se pueden visitar, como el Árbol del Olvido, al que daban vueltas para borrar el recuerdo de lo que dejaban atrás. O la casa Zomai, «donde la luz no llega», el lugar en el que esperaban la llegada de los buques en que serían embarcados y en cuyos alrededores se conservan las fosas comunes donde iban a parar los débiles y enfermos. Este sórdido circuito concluye a pie de playa, un escenario salpicado de palmeras donde la Puerta del No Retorno se encarga de recordarnos que no estamos en ningún resort, por mucho que los pescadores se hagan a la mar en barcos como los que aún hoy se usan para la Xávega en el Abeiro portugués; las redes preñadas de peces que aletean desesperados en la arena a la espera de que también a ellos los compren.
Todo el país es un recordatorio de la tragedia que, no olvidemos, azotó el continente hasta hace sólo doscientos años y que, bien mirado, persiste a través de fórmulas como la trata de mujeres. Ahí están los muros terrosos del palacio del rey Honegbadja, en Abomey, amasados como signo de poder con una mezcla que incluía la sangre de sus prisioneros, los mismos con los que luego comerciaba. Fulanis, yorubas, sawhe, cotafon, aizo, minos.... ninguna etnia escapaba a esta lógica cruel, según la cual el poder se basa en el sometimiento. Más al norte, en Dassa Zume, los aldeanos subían a las 41 colinas que rodean la ciudad para escapar de las razias o incursiones con que las tribus rivales les hostigaban cada vez que recogían las cosechas. Allí arriba, a la sombra de cuevas, acacias y baobabs, aguantan todavía en pie los chamizos miserables donde imploraban a sus dioses, entre fetiches y ofrendas y agujeros excavados en las rocas para recoger el agua de lluvia, para que alejasen la amenaza de quienes buscaban su ruina.
La nueva tragedia, uno no tarda en comprobarlo sobre el terreno, es la que lleva a países ricos en recursos, pero presos primero de los colonizadores y luego de los gobiernos corruptos que han tomado el relevo, a vivir en la ignorancia y la pobreza extremas. En el llano, las carreteras de asfalto dan paso a las de arcilla, donde el agua dibuja taraceados de barro y encharca los socavones. Los descendientes de aquellos esclavos se juegan hoy la vida a los mandos de motocicletas cargadas con cientos de litros de combustible pasados de contrabando por la porosa frontera de Nigeria, un comercio que rinde pingües beneficios a las mafias locales. Son auténticas bombas humanas en un país donde los semáforos, las farolas y las señales de stop brillan por su ausencia y en el que cualquiera de esos baches o un adelantamiento indebido puede acabar con ellos convertidos en bolas de fuego. Cualquiera diría que llevan la maldición grabada en el ADN.
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