Jóvenes indias piden que se ponga fin a las violaciones en una marcha con velas, en Amritsar, tras el brutal ataque a la niña Asifa. R. P. SINGH

El drama de las violaciones en la India no cesa

El agravamiento de las condenas y la recuperación de la pena de muerte no logran reducir las violaciones, a menudo grupales y salvajes, de niñas y mujeres

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Viernes, 14 de junio 2019, 07:37

«Ser mujer en la India significa luchar incluso antes de nacer». La frase es de Anna Ferrer, la viuda del gran filántropo español y su principal cómplice durante décadas en la lucha contra la pobreza en ese caleidoscopio formidable, de contrastes abismales, en el ... que conviven 1.350 millones de personas. De ellas, más de 800 millones no forman parte de esa superpotencia emergente que maravilla a inversores y economistas. El boceto de la India en femenino que esboza la periodista británica no está dramatizado. El feminicidio o aborto selectivo de niñas se practica de forma tan habitual (pese a las restricciones del Gobierno para que los médicos no revelen el sexo de los fetos) que en el Estado de Punjab, por ejemplo, apenas hay 793 por cada 1.000 niños. En el caso de que esos embriones XX ganen esa primera batalla y logren nacer, les aguarda un mundo a menudo atestado de sufrimiento.

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Por encima de naciones en guerra como Afganistán o Siria, no existe otro país en el mundo más peligroso para las mujeres que el subcontinente asiático. Así lo asegura el último estudio elaborado a este respecto por la Fundación Thompson Reuters, que apunta a dos feroces amenazas: la esclavitud laboral y la violencia sexual. Para muchas de ellas, sin que ni siquiera hayan abandonado aún la infancia.

Le ocurrió a Asifa, una niña musulmana de 8 años que se hizo tristemente conocida hace diecisiete meses por ser secuestrada, sedada y violada en grupo durante días en un templo hindú antes de que la asesinaran y abandonaran en un bosque, en la Cachemira india. Una historia macabra y espeluznante que llega ahora a su fin en un tribunal de la India, donde acaban de condenar a cadena perpetua a tres hombres, y a cinco años de prisión a otros tres, que deberán pagar una multa de 500 rupias (unos 635 euros) por el calvario salvaje al que sometieron a Asifa. Entre ellos se encuentran un funcionario local retirado y dos miembros de la Policía que destruyeron pruebas y aceptaron sobornos para encubrir a los autores del crimen.

La sentencia no parece suficiente para contener la magnitud de la ola de indignación que el suceso generó en la India y que se materializó durante meses en decenas de manifestaciones por todo el país pidiendo la horca para los acusados, todos hindúes. Se trataba de la segunda ocasión en que las mujeres, hasta hace poco parapetadas en la sumisión y el miedo, tomaban las calles (junto a muchos hombres) para levantar su voz y reivindicar justicia y que «paren las violaciones».

El detonante de este cambio de actitud tiene otro nombre de mujer, también difunta: Amanat. Es la identidad falsa con la que los medios rebautizaron a esta joven de 23 años, estudiante de fisioterapia, que volvía de ver una película en el cine con un amigo cuando seis pasajeros del autobús en el que se desplazaba por Nueva Delhi la violaron salvajemente, utilizando también para ello distintos objetos. Tras agonizar durante trece días en un hospital, Amanat fallecía en diciembre de 2012. Cuatro de los autores fueron condenados a muerte, otro se suicidó en prisión en 2013 y al sexto, un menor, le liberaron tras cumplir tres años de cárcel.

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La atrocidad conmocionó a la India y al mundo, que ignora la pavorosa asiduidad e impunidad con que ocurren allí este tipo de barbaries. En 2016, el último año completo del que se tienen datos oficiales, se registraron 40.000 denuncias por agresión sexual. En la mitad de los casos, las víctimas eran menores. Aunque en la última década las denuncias de este delito han aumentado un 500%, representan únicamente la punta del iceberg de una lacra que el endurecimiento de las leyes emprendido por el Gobierno tras el monstruoso final de Amanat, y que incluye la pena capital en algunos casos, no logran mitigar.

«Choque de virilidades»

En Benarés, la ciudad bañada por el Ganges, tiene su sede la ONG Semilla para el Cambio. Su fundadora y directora, María Bodelón, intenta explicar qué hay detrás de esta insoportable y atroz epidemia. «Así como en Occidente la llegada de la tecnología se ha producido de forma gradual, aquí ocurrió de forma brusca y repentina hace siete u ocho años. Hasta entonces, nadie tenía un 'smartphone'. Hoy lo tiene todo el mundo. Esta es una sociedad profundamente patriarcal, reprimida y llena de tabúes, que un día se despertó con acceso libre a la pornografía», expone a este periódico. Bodelón reside desde hace una década en la ciudad sagrada para los hinduistas, que van allí a ser incinerados, donde lidera varios proyectos, entre ellos uno con casi un millar de emigrantes a los que reclutan como recogedores de basura y alfabetizan.

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El catalán Jaume Sanllorente, que en 2005 decidió colgar el periodismo económico para alumbrar la ONG Sonrisas de Bombay, pone el foco en la forma «reprimida y oscura con la que en la India se vive la sexualidad. Los hombres no siempre tienen clara la línea entre un sexo sano y la agresión. Por eso, desde nuestra organización, trabajamos para que desde que son adolescentes tengan una educación sexual en las escuelas», apunta.

En esa misma dirección apunta la catedrática de Derecho y Ética de la Universidad de Chicago, Martha C. Nussbaum. En su libro 'India: democracia y violencia religiosa', la autora rebobina hasta la época del dominio del Imperio Británico. «Hubo un choque de concepciones de la virilidad. Mientras el hombre británico era duro, se guiaba por el sentido del deber y se regía por una disciplina militar, el indio era más delicado, sensual y, en definitiva, femenino. Esta diferencia cultural fue objeto de burla por parte de los colonizadores, que los consideraban inferiores. Por su parte, los varones indios, poco a poco, fueron interiorizando la idea de que la situación de sumisión en que se hallaban se debía a su condición de 'poco hombres'.

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