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rafa torre poo
Martes, 21 de enero 2020, 00:04
Viveiro», se escucha al otro lado del teléfono con ese tono prologando, estirando el vagón de la última sílaba, que solo otorgan los años de oficio. Responde en un acto reflejo. Un automatismo. Javier, que en realidad no se llama Javier –por seguridad no debe ... revelar su nombre–, no puede entretenerse ni un segundo y despacha la llamada con celeridad. Es uno de los jefes de estación de este municipio gallego. Minutos después, se cala la gorra, coge el banderín y sale afuera. Un mercante –un tren de mercancías en la jerga– debe pasar y tiene que estar listo. No para, pero Javier lo recibe como dicta del reglamento. De frente, con el banderín enrollado y un porte de ferroviario, del que lo es y muestra con orgullo.
Nada como una vieja estación para notar, como en ningún otro sitio, el paso del tiempo. Los pocos trenes que circulan por este trozo de vía del noroeste español lo hacen en uno y otro sentido, pero pocos se detienen. El coche, las autopistas y las carreteras han ganado la guerra e impuesto una férrea dictadura. Aun así, no han podido acabar con los jefes de estación. Resisten y siguen siendo necesarios. Esta figura técnicamente se denomina factor de circulación –del francés 'facteur': cartero– y en la última modificación del reglamento responsable de circulación. Precisamente porque sus labores se han reducido prácticamente a esto: garantizar la seguridad del tráfico. Atrás quedaron los tiempos en los que eran la máxima autoridad y ejercían prácticamente de todo, incluso de labores comerciales como la facturación y despacho de mercancías o la venta de billetes. «Es un trabajo de mucha responsabilidad, la vida de las personas que van a bordo está en nuestras manos. No puede haber ni un solo fallo», explica Javier. Él, como otros muchos compañeros, trabaja en una de las estaciones (en España la red ferroviaria al completo la componen 1.498) que no tienen la seguridad automatizada. En la mayoría, la seguridad se coordina desde los centros de Control de Tráfico Centralizado (CTC). Allí también hay responsables de circulación que vigilan que todo vaya bien. Pero en donde la tecnología aún no ha llegado –sobre todo porque no es rentable su instalación– continúa el bloqueo telefónico. Es el sistema más sencillo de todos. El de toda la vida. El jefe de estación, antes de que salga el tren, llama a la siguiente parada y pide vía libre. Cuando recibe el visto bueno y el cantón está liberado, ya puede salir afuera y dar permiso al convoy para que parta. Una vez alcanzada la estación de destino, recibe la llamada de confirmación del otro jefe de estación. La comunicación la realizan mediante telefonemas. Usan el teléfono y, además, apuntan todos los datos en un cuaderno de registro.
El principal inconveniente de esta técnica es que no garantiza la ausencia de fallos humanos. La concentración es fundamental. Y, aunque Javier solo recibe de media unos diez trenes al día, no puede despistarse. «Trabajamos cerrados con llave y el reglamento nos impide usar cualquier aparato que nos pueda distraer: tenemos prohibido encender la radio, leer periódicos, libros… Tampoco podemos ir a trabajar con fatiga, estrés o si hemos tomado alcohol o cualquier otra sustancia que altere nuestros mecanismos de percepción», cuenta. «Al final, somos como los controladores aéreos de los aeropuertos pero nosotros con trenes», recalca. Su papel es secundario en el resto de la red viaria, donde todo es automático. En el AVE, por ejemplo, el tren circula solo. Si surge cualquier avería o problema, el maquinista recupera el sistema manual y entonces las señales verticales entran en funcionamiento. Para poder leerlas, reducen la velocidad ostensiblemente. A 250 kilómetros por hora es imposible hacerlo.
Antes de que la revolución digital colonizará las infraestructuras ferroviarias, los factores de circulación eran una pieza clave. Debían dominar muchas artes. Por ejemplo, conocer por completo el reglamento, sobre todo lo relativo a las señales. Era primordial. Cuando no existía el teléfono, además, tenían que manejarse con el telégrafo. El código morse, el de los puntos y las rayas, lo utilizaban para las largas distancias. El problema surgía cuando tenían que comunicarse con las estaciones colaterales (las que antecedían o precedían a la suya). Aquí usaban el Breguet, el telégrafo eléctrico en el que había que afinar la vista para reconocer la letra en la que se detenía la aguja solo un instante. Ser empático y usar la mano izquierda era otra de las virtudes necesarias. Porque debían organizar el transporte de las mercancías, de los viajeros, vender billetes y atender las reclamaciones. En la mayoría de casos era un trabajo vocacional que pasaba de generación en generación, de padres a hijos. Así se ha mantenido el amor por este oficio.
La estaciones españolas con bloqueo telefónico –una minoría– están repartidas por toda la geografía: gran parte, en el norte. Las hay de Feve (lo que ahora llaman ancho métrico) y de Renfe (ancho ibérico). Este sistema de seguridad se utiliza entre Ferrol, en Galicia, y Cudillero, en Asturias; o entre Cudillero y Cabezón de la Sal, en Cantabria. También en la línea que une Bilbao, desde Balmaseda, con León. Pero a este sistema de seguridad no le queda demasiado tiempo de vida. El año que viene entrará en vigor una normativa europea que lo prohibirá y obligará a sustituirlo por automatismos. Será entonces cuando dejaremos de ver a los jefes de estación con la gorra, el banderín (enrollado si el tren va de paso y desenrollado si tiene que detenerse), la linterna (con la luz verde o roja, si es de noche) y el silbato para dar las salidas. «Se perderá el romanticismo», explica lacónico Javier. Esto no quiere decir que no les volveremos a ver nunca más. Si en los centros de control surge algún problema o se detecta alguna anomalía, como sucede ahora en las vías y estaciones automatizadas, serán rápidamente enviados a sus antiguos puestos para hacer el trabajo a la vieja usanza.
Una prueba de que su profesión no corre peligro son las más de cien plazas que sacará este año la empresa pública ADIF, la que gestiona las infraestructuras ferroviarias (de la que ellos dependen) en una oferta pública de empleo. «Es necesario tener, al menos, el título de Bachillerato y superar unas pruebas psicofísicas y otras médicas», explica Iván Gómez, presidente del comité de empresa de Adif en Cantabria. El sueldo, aunque puede variar en función de la antigüedad, se sitúa entre 1.400 y 1.500 euros.
«El tren de proximidad, más allá del de la alta velocidad, tiene futuro», recalca Javier. «Se debería invertir más en las cercanías. Es el tren de todos, no solo el de los pudientes», apostilla. Muchos usuarios no lo usan porque hay trenes que están obsoletos y el mantenimiento de las infraestructuras es defectuoso. En muchos lugares, tomar un FEVE que salga y llegue a la hora prevista es una quimera. «Un día puedes llegar tarde al trabajo, pero al cuarto seguido en una misma semana te dan el toque», explica Aurelio, que coge a diario cuatro para ir a trabajar cubrir los apenas 15 kilómetros que separan las vías de Torrelavega y Santander, en Cantabria. Cada año, entre todas las modalidades, se registran 2,2 millones de circulaciones de trenes en España.
La mayor concienciación ecológica de la sociedad es también un acicate para los defensores del tren. «No hay emisiones al ser eléctricos, además añaden energía a la catenaria: la que generan las bobinas durante las bajadas y los procesos de frenado», concluye Javier, que ya ha salido de trabajar después de guardar hasta mañana en el armario la gorra, el banderín y el silbato.
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