La rebelión del país que nunca ha podido ser su propio dueño

Letonia ha sido invadida por rusos, suecos, lituanos y polacos en el pasado

sergio garcía

Lunes, 15 de octubre 2018, 01:19

Las lecturas condicionan a menudo los intereses a la hora de planear los viajes, desnortan la brújula y alientan ensoñaciones que poco o nada tienen que ver con el paisaje o el paisanaje, al menos con el actual. Ahí tienen 'Los perros de Riga', de Henning Mankell, una radiografía de las repúblicas bálticas en los meses siguientes a la caída del Telón de Acero, aderezada con una trama policíaca que coge carrerilla con la muerte del mayor Liepa y que nos retrotrae a ese universo de espías en blanco y negro, calles adoquinadas y una atmósfera sórdida y tenebrosa donde el peligro espera agazapado en cada esquina. Un terreno abonado para la intriga y la desconfianza, sin más expectativas para sus pobladores que el crimen y tan gris como sólo puede serlo un invierno al que no se adivina final.

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Bueno, pues no. Letonia lleva años poniendo especial empeño en sacudirse de encima esa pátina triste y desolada que es marca del estalinismo más rancio. Y conste que si no lo tiene fácil es por falta de costumbre. Durante siglos, el país ha sido invadido y expoliado por suecos, lituanos, alemanes, polacos y rusos, un desfile ininterrumpido del que tuvieron un respiro al término de la Primera Guerra Mundial, pero en el que volvieron a zambullirse en los estertores de la Segunda. Todo cambió, sin embargo, en 1991 cuando el Muro saltó hecho pedazos y los letones, ahora algo menos de dos millones, se lanzaron en masa a abrir ventanas para que entrara el aire.

Su adhesión a la Unión Europea y a la OTAN –Riga está a sólo 580 kilómetros de Kronstadt, la base de la flota rusa del Báltico– ha sido un espaldarazo importante, aunque la recesión económica con que saludó el cambio de siglo disparó el paro y contrajo el PIB hasta casi estrangular al país. Ese episodio y otros parecidos han contribuido a que muchos jóvenes abandonen Latvia –como también se la conoce– en busca de mejores oportunidades, hasta el punto de que en la actualidad casi uno de cada cinco letones vive fuera de su país. El peso de las mujeres en la población es mucho mayor que el de los hombres, nada menos que 8 puntos, uno de los mayores desniveles del planeta.

El resultado es un país sorprendente que convive con sus contradicciones, donde los luteranos ganan por goleada a los ortodoxos por mucho que las danzas y las hogueras del solsticio de verano remitan a tradiciones paganas; y en el que todo el mundo habla indistintamente ruso y letón, una de las lenguas más antiguas de Europa. También es un paraíso natural, con 3.000 lagos, infinidad de ríos, playas como la de Jurmala, donde adentrarse en el agua cien metros sin que el agua llegue más arriba de las rodillas; y parques naturales como Gauja, magnífico para perderse entre bosques de pinos y abetos y castillos en ruinas.

Soviets y hare krishnas

Desde el mirador del piso 17 de la Academia de las Ciencias –«un regalo del pueblo soviético», rezaba la propaganda, erizada de hoces y martillos que asoma lánguida entre el cableado del tranvía– se divisan dos ciudades: una coqueta y restaurada con mimo, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y que es, junto a París, Praga o Barcelona, uno de los lugares donde se puede disfrutar de una mayor concentración de Art Nouveau; la otra, un dédalo de largas avenidas, a las que asoman como boca de lobo esos patios de vecindad tan propios de Moscú o San Petersburgo, oscuros y desangelados, donde las malas hierbas asoman entre las grietas del cemento, los gatos escarban, voraces, entre los contenedores, y los tendederos exponen un catálogo de prendas íntimas que derrumban hasta la libido mejor dispuesta.

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El centro es otro cantar. Miles de turistas, muchos de ellos españoles, se lanzan a recorrer calles, parques y malecones como el del río Daugava, convenientemente provistos de terrazas donde beber el 'bálsamo negro de Riga', un licor de hierbas y vodka de 45º que tiene la virtud de hacer los inviernos más tolerables, algo a lo que también contribuyen una despensa bien surtida de salmón y arenques ahumados, codillos y quesos tan fuertes que pueden noquear a un buey.

El casco antiguo es un pequeño cofre del tesoro, del que sobresalen los campanarios de la catedral o la iglesia de San Pedro, hasta cuyo mirador parecen conducir todos los caminos. Es la mejor postal de la ciudad, salpicada de tejados como el que corona un gato negro de lomo erizado, símbolo de Riga y que buscan con afán todas las cámaras; y parques como el de Bastejkalns, donde antes se levantaban los baluartes defensivos y que ahora abraza al Monumento de la Independencia. Por no hablar de la Casa de las Cabezas Negras, nombre de una orden seglar de mercaderes de la Edad Media, cubierta de escudos y estatuas y reconstruida una y mil veces. Como ya es costumbre desde Venecia a Estocolmo, las iglesias hacen un hueco entre oficios a cuartetos de cuerda y masas corales. Su eco lo sofoca extramuros una procesión de hare krishnas, que regalan bolsas de obleas como si dieran de comulgar y puntean su mantra con cimbales. Y ya ven, nadie, nadie se lo espera.

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