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ANTONIO PANIAGUA
Sábado, 10 de febrero 2018, 01:54
Es más que un simple papel. El pasaporte es uno de los documentos más valiosos y codiciados. Por algo determina la identidad nacional de su propietario. Además es el salvoconducto que franquea barreras de manera mágica. Con un centenar de años, nació cuando al final ... de la Primera Guerra Mundial los estados se preocuparon por reforzar su seguridad. Con el auge del nacionalismo y la psicosis por controlar las migraciones, el pasaporte goza de excelente salud.
El pasaporte de hoy en día, con microchips, hologramas, marcas de agua y fotos biométricas, puede parecer un invento reciente, pero su origen data de los tiempos bíblicos, cuando un emisario del rey Artajerjes I, en el 450 a. C, solicitó viajar a Judea y el monarca le dotó de una carta para que se moviera con libertad.
En España, los salvoconductos que recibió Cristóbal Colón de los Reyes Católicos para la búsqueda de una nueva ruta a las Indias anticipan la existencia del pasaporte, aunque ya había títulos de viaje anteriores que datan de finales del siglo XIV. «Hay documentos de la Corona de Castilla y Aragón que sirven para garantizar el tránsito por un territorio sin ningún problema, papeles expedidos por una autoridad distinta de la que uno es súbdito», cuenta el comisario de Policía Félix José Álvarez, autor de 'Historia del pasaporte español', una voluminosa obra magníficamente ilustrada con curiosas reproducciones de pasaportes, sellos y visados de todas las épocas.
Los territorios de ultramar surgidos a partir de 1492 alumbraron un buen número de documentos y burocracia tendentes a seleccionar a los viajeros.
A Enrique V de Inglaterra se le atribuye la invención de la credencial como tal. Al menos se interesó por exigir un papel que pudiera acreditar en el siglo XVI que un individuo era inglés. Luis XIV de Francia, a su vez, demandó que para transitar entre los reinos hiciera falta presentar una 'carta de solicitud' o 'salvo conducto'. Esa carta fue llamada 'passe port', lo que en francés significaba 'pasar por un puerto', dado que la mayoría de los viajes internacionales se hacían en velero.
Pronto se descubrió que los papeles para franquear fronteras y territorios, aunque enojosos, eran una herramienta formidable para el control social y económico. Con todo, Francia, pese a que era una de las naciones más burocráticas de Europa, decidió abolirlos en 1860. Napoleón III los odiaba. En plena era del ferrocarril y los barcos de vapor, los pasaportes eran vistos como una «invención opresiva». No fueron pocos los países que siguieron los pasos de Francia. Se dio un fenómeno que hoy parece inimaginable: en 1890 se podía viajar de Europa a América sin trabas burocráticas, sobre todo si se tenía la piel blanca.
En China y en Japón, sólo se requería este documento a los extranjeros que pretendían adentrarse en sus territorios. En el siglo XX las cosas hubieran ido igual que en la centuria precedente de no ser por las guerras, las migraciones masivas y el terrorismo. En este siglo y el pasado el papel es un símbolo de la autoridad hegemónica del Estado.
Según Álvarez, que ha invertido ocho años en documentar y escribir su trabajo, en 1917 ya existía en España el pasaporte en forma de libreta. Algunos años antes, al comienzo de la Gran Guerra, se demandaba adjuntar una fotografía. En la cartilla se reservaba un espacio para las huellas dactilares. Al principio había que estampar en ella las yemas de los cinco dedos de la mano derecha, que luego se redujeron a tres.
Si bien antaño no era necesario ningún permiso para viajar al extranjero, sí que era precisa una autorización para desplazarse a las colonias. Durante los cuatro siglos que duró el imperio español, las licencias y permisos de embarque fueron documentos clave que permitían a sus portadores atravesar los océanos.
Hasta hace relativamente pocos años, las mujeres y los hombres en edad de prestar el servicio militar sufrían restricciones para poder obtener papeles que les permitieran viajar fuera. El Gobierno de la II Republica en el exilio mantuvo una maquinaria burocrática que funcionó hasta 1978. Uno de sus cometidos fue documentar a cuantos españoles se mantuvieran fieles al espíritu de la República. En la actualidad, debe de haber en España 16 millones de pasaportes en vigor. No en balde, cada año dos millones de españoles renuevan o se dotan por primera vez de estos papeles.
Siempre el mismo tamaño
La necesidad del pasaporte tomó carta de naturaleza después de la I Guerra Mundial. Entonces, en 1920, se encomendó la tarea a la Sociedad de Naciones, que convocó una conferencia internacional sobre el asunto. En ese encuentro «se homogeneizaron los criterios internacionales para expedir documentos por parte de los estados», apunta Álvarez. Al principio, el viajero debía justificar el motivo de su viaje, norma que cayó en desuso en 1942.
Tal y como lo conocemos en España, el pasaporte es una libreta de 32 páginas, excluidas las cubiertas. El tamaño es el mismo en todos los países, de 88 x 125 milímetros, y en las tapas aparecen el nombre del país, el símbolo nacional y el nombre del documento. En el caso de España, es de color burdeos. El español es el tercero del mundo, junto al de Finlandia, Reino Unido e Italia, que más puertas abre sin necesidad de visado. No en balde, permite la entrada a 157 países.
Los parámetros materiales que debe reunir un pasaporte vienen de muy arriba. Son impuestos por la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI) a los 193 países miembros. La UE apostó por el rojo borgoña como color de las tapas, mientras que los países americanos se inclinan por el azul y los musulmanes por el verde
Frente al DNI, cuyo número permanece inmutable, el del pasaporte cambia a medida que se renueva. La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre es la encargada de producir este documento en España, que es uno de los países más baratos para sacárselo: basta con abonar 26 euros, en contraste con los 86 que pagan los franceses o los 59 que abonan los alemanes. La página plastificada, la que incluye los datos de filiación de su propietario, es una de las que más medidas de seguridad contiene: hologramas, tintas ópticas, marcas de agua, impresiones calcográficas..., elementos que lo hacen fiable y muy difícil de falsificar.
En el siglo XXI, los estados son tan celosos de la intromisión ajena que custodian de manera estricta el acceso al interior de sus fronteras. Eso sí, la gente se sigue jugando la vida para eludir esta exigencia y se embarca en cayucos y barcas inflables con tal de escapar de sus esquilmados países.
Crisis migratorias
Ha caído el Muro de Berlín, pero los controles migratorios se han hecho más férreos. La zona Schengen, que permite el libre tráfico de personas entre la mayoría de países de Europa, sufre los embates de la presión que originan las crisis migratorias. La inmigración es uno de los asuntos que mejor explica el 'brexit', de modo que cada vez tiene más peso en los procesos electorales europeos.
Si en la actualidad los países ricos refuerzan sus fronteras para mantener a raya a los trabajadores no cualificados, antaño las autoridades municipales usaban los pasaportes para impedir que sus residentes cualificados se fueran.
Hasta hace poco el pasaporte se obtenía por circunstancias fortuitas, como el lugar de nacimiento. Sin embargo, hoy en día se concede por dinero. Basta con invertir una cantidad importante para que las autoridades aflojen los criterios de ciudadanía y concedan graciosamente la nacionalidad a quien sea. En España, la Ley de Emprendedores abrió la puerta a los extranjeros a conseguir visado y permiso de residencia con la adquisición de viviendas de más de 500.000 euros.
Aquí ha habido pasaportes de todas clases: mineros, militares, coloniales, emigrantes, para funcionarios, para menores... incluso pases de pastoreo para el uso de pastos a un lado y otro de la frontera con Francia. Esta diversidad tiende a caer en desuso, dado que la norma que prima desde 2009 es la de adjudicar un pasaporte por persona.
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