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Cuando los libros de historia hablen de la pandemia de la covid-19, la imagen que probablemente ilustrará el texto será la de una mascarilla, un elemento de protección habitual en las culturas orientales, pero que en 2020 se extendió a todo el mundo, no ... sin dificultades ni contradicciones. En España, por ejemplo, el Ministerio de Sanidad acabó decretando la obligatoriedad de las mascarillas tras muchos vaivenes que generaron en la sociedad una gran sensación de desconcierto.
El 26 de febrero de 2020, el Gobierno aún pensaba que la pandemia no iba a tener grandes consecuencias en España, pero en las farmacias comenzaban a agotarse los stocks de mascarillas. Entonces, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES), Fernando Simón, negó la utilidad de los tapabocas en el conjunto de la población y dejó en las hemerotecas una de esas declaraciones que lo han perseguido durante toda la crisis sanitaria: «No es necesario que la población utilice mascarillas. El uso de mascarillas sí que puede ser interesante en los pacientes con sintomatología, pero no tiene ningún sentido que la población esté preocupada por si tiene o no tiene mascarillas en casa. Ninguno. Es importante que la población no asuma mecanismos de protección que pueden no tener sentido».
Días después, el 5 de marzo, el Ministerio de Sanidad, en un tuit, tampoco dejaba lugar al debate: «Es importante saber que la población sana no necesita utilizarlas». Incluso tres semanas después, con el país confinado y los contagios y las muertes creciendo exponencialmente, Sanidad seguía sin cambiar de posición. «Si estás sano, no es necesaria la mascarilla», publicaba la cuenta oficial del ministerio en Twitter el 24 de marzo.
Los mensajes, sin embargo, comenzaron a modularse a partir del 10 de abril. Ese día, el entonces ministro Salvador Illa recomendó que los trabajadores de los servicios esenciales usaran mascarilla cuando viajaran en transporte público, algo que se convirtió en obligatorio el 4 de mayo después de una orden ministerial.
Como los giros de los trasatlánticos, Sanidad sigue lentamente con su cambio de postura. El 10 de mayo, Illa afirma: «Ahora es más necesaria que nunca la disciplina social, la distancia interpersonal, el lavado frecuente de manos, la higiene y el uso obligatorio de las mascarillas». Y entonces surge otra de las discusiones que han acompañado a este elemento de protección: ¿Cuándo y quién debe utilizar cada una? ¿Higiénicas, quirúrgicas, FPP2?
El 19 de mayo se produjo una de esas ruedas de prensa que dejaron a la opinión pública con la sensación de que los mensajes del Gobierno durante las primeras semanas de la pandemia, como mínimo, no habían sido acertados. Simón dijo que las personas «responsables» usan mascarilla, pero sobre todo, reconoció que si el Gobierno no había decretado antes la obligatoriedad de este elemento de protección no fue porque las mascarillas no funcionasen, sino porque no había disponibilidad de ellas. «Las medidas de prevención y control deben ser factibles, que se puedan llevar a cabo», aseguró entonces el director del CCAES, lo que generó fuertes críticas de algunos expertos, que acusaron a Sanidad de no tratar a la población como adultos.
Un día después, el 20 de mayo, el Boletín Oficial del Estado (BOE) publicó la orden que regulaba el uso obligatorio de mascarilla entre los mayores de seis años cuando no fuera posible mantener la distancia interpersonal de dos metros (rebajada posteriormente a 1,5 metros), un supuesto que dejaba amplios márgenes para la interpretación y que las comunidades autónomas zanjaron por algunas normas regionales como la de Cataluña, aprobada el 8 de julio, que regulaba la obligatoriedad de la mascarilla «con independencia del mantenimiento de la distancia física de seguridad». Pero otras autonomías no legislaron sobre este asunto y generaron un vacío legal que posteriormente causaría de nuevo problemas.
Durante meses, el uso de la mascarilla se normalizó y la población pasó a integrarla en su vida cotidiana, como el reloj o la cartera, con pequeños 'oasis' de tranquilidad como las playas. Sin embargo, el 30 de marzo, todo saltó por los aires. La llamada ley de nueva normalidad publicada en el BOE ese día acababa con los supuestos que permitían no utilizar este instrumento de protección en playas, paseos marítimos, actividades acuáticas o piscinas en las comunidades que no lo habían regulado. Baleares, la Comunidad Valenciana o Cantabria eran algunas de las autonomías que habían permitido esos márgenes que ahora quedaban anulados.
La ley, que había pasado por el Congreso y por el Senado, donde había incorporado esta enmienda realizada por el Grupo Socialista, originó una agria discusión que acabó la semana siguiente en el Consejo Interterritorial de Salud, donde un apaño entre el Ministerio de Sanidad y las comunidades devolvió las cosas a su estado original.
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