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GERARDO ELORRIAGA
Lunes, 15 de abril 2019, 08:58
Gulbuddin Hekmatyar roba el sueño a los afganos. Sus muchos detractores temen las consecuencias de que este candidato gane las elecciones presidenciales, previstas para el mes de septiembre. Este veterano político ha prometido una transformación del régimen acorde con su pensamiento, vinculado al islamismo radical, ... y ha manifestado la intención de compartir el Ejecutivo con los talibanes, enemigos del régimen. Pero a sus enemigos también les estremece la posibilidad de que resulte flagrantemente derrotado. El hombre de aspecto reposado puede dar paso, sin apenas transición, al iracundo guerrillero que fue durante más de cuatro décadas. En ese hipotético caso, el presidente del partido legal Herb-i-Islami podría recuperar su anterior personalidad como el 'Carnicero de Kabul', el líder que pensaba que la violencia supone el camino más corto entre la ambición y el poder.
Los antecedentes atemorizan. El carácter impulsivo de Hekmatyar, de 70 años, quedó de manifiesto muy temprano. Fue un frustrado cadete militar, expulsado de la academia por su ideología radical y en la universidad, donde estudió Ingeniería, formó parte de la organización Juventud Musulmana. Los fundamentalistas se enfrentaban dialécticamente a los marxistas en el entorno estudiantil durante los primeros años setenta y, en cierta ocasión, el debate con el poeta socialista Saydal Sokhandal resultó tan virulento que el piadoso alumno se quedó sin argumentos y sin rival, al que mató de un disparo. Pero esa acusación pudo ser pergeñada por la propaganda de los comunistas, que también le acusaban de lanzar ácido a los intelectuales y las feministas e, incluso, de pretender asesinar a camaradas más carismáticos que él, caso de Ahmed Shah Masud, uno de los héroes de la reciente historia del país.
Burhabuddin Rabbani, profesor de la facultad, era el presidente de la entidad y pronto surgieron las discrepancias con Gulbuddin. Mientras el primero abogaba por una infiltración progresiva en la sociedad, el segundo pretendía implantar rápidamente y por la fuerza un Estado Islámico. Cansado de polémicas, en 1975 creó su propia organización, Herb-i-Islami, inspirada en el yihadismo wahabita y basada en la etnia pashtun. La invasión soviética de Afganistán cambió el escenario y los condujo a todos al camino de las armas. La resistencia convirtió a los líderes en señores de la guerra y sus acólitos se transformaron en guerrilleros o muyahidines.
Oportunismo y opio
La capacidad maquiavélica de Hekmatyar se desplegó con todas sus complicadas variantes durante el periodo bélico. Un año antes de la entrada de los rusos, la monarquía había sido derrocada por una revolución comunista que pretendía mejorar el nivel de vida de una población miserable, sin recursos y analfabeta. Pero las luchas intestinas impidieron su consolidación. Los críticos aseguran que el rebelde ya había pactado con el presidente Hafizullah Amin la súbita conversión del nuevo país socialista y laico en una república islámica en la que asumiría el rol de primer ministro. El asesinato del dirigente impidió esta primera ocasión de satisfacer su deseo de mando absoluto.
La guerra fue un negocio sumamente fructífero para los Herb-i-Islami. Su modo de actuación sembró la semilla de posteriores grupos radicales ya que atrajo a fanáticos de todo el mundo a los que entrenó en campos de reclutamiento en Pakistán. La ideología extremista quedó en segundo plano frente a la aureola libertadora de los rusos y se ganó el apoyo de Estados Unidos, deseoso de hacer pagar a Moscú su implicación en Vietnam y Arabia Saudí. Washington proporcionó el equivalente a más de 500 millones de euros y Margareth Thatcher llegó a recibir en Downing Street al exquisito Gulbuddin, militar y poeta.
La vista gorda de la CIA y el ISI, el servicio secreto pakistaní, a sus protegidos, responsables de continuas y masivas violaciones de los derechos humanos, se extendió a sus pingües negocios con el opio. La milicia de Hekmatyar propagó el cultivo de la amapola en los territorios que conquistaba. La sibilina estrategia de esta formación incluía la traición a sus aliados para debilitarlos y llegar al fin de las hostilidades en mejor posición negociadora.
La personalidad más oscura de Gulbuddin se desveló tras la definitiva derrota del régimen proruso en 1992 y la creación de la ansiada república islamista, reconocida por Naciones Unidas. Lo peor estaba por llegar. Las diversas facciones firmaron el acuerdo de Peshawar para compartir la Administración y un gobierno en el que le reservaban el cargo de primer ministro. Desgraciadamente, esa prebenda no satisfacía su ansía de control absoluto e inició una lucha contra sus rivales con la capital afgana como escenario bélico.
Cientos de misiles cayeron sobre la urbe y a Herb-i-Islami se le achacan ataques indiscriminados en los que murieron más de 50.000 residentes. Las malas lenguas aseguran que el líder ultraconservador quiso pagar a los kabulíes su pasado secular y prooccidental. Los caudillos afganos hundieron el país en la anarquía y la destrucción. Varios acuerdos volvieron a otorgar a Gilbuddin el cargo que antes había rechazado y, en ese ambiente de destrucción sistemática y penuria, su primera medida fue la implementación de un código de vestimenta para la mujer.
Hekmatyar había demostrado un gran ímpetu bélico y afán devastador, pero escasa efectividad sobre el terreno. Los pakistaníes le dieron la espalda y armaron a otros islamistas de estricta ortodoxia, los talibanes, mientras que los norteamericanos reconocieron que habían cometido un inmenso error y transformaron al aliado en enemigo acérrimo, hasta el punto de declararlo 'terrorista global' en 2003. Fiel a su mudable estrategia, Gulbuddin se mostró deseoso de colaborar con Al-Qaida y Osama Bin Laden e, incluso, aceptó sumar esfuerzos con los propios talibanes, que lo habían derrotado y obligado a buscar asilo político en Irán.
El intento de asesinato del presidente Hamid Karzai en 2008 es atribuido a las huestes del incombustible guerrillero, ya reducido a la condición de paria. Pero, cual ave fénix, resurgió inesperadamente en 2010 al anunciarse un acuerdo con el Gobierno que implicaba, una vez más, el resurgimiento y la traición. La noticia es sorprendente. El miliciano ha abrazado la democracia y quiere incorporarse al juego político.
Los réditos de la conversión son elevados, ya que el pacto excluye a su organización de la lista de grupos terroristas de Naciones Unidas. Hace dos años, Hekmatyar regresó a la ciudad que destruyó y que hoy lo acoge con división de opiniones. Lamentablemente, el pragmatismo tortuoso de la escena afgana exige dar enésimas oportunidades a antiguos criminales que copan el Gobierno y el Parlamento.
La última versión de Gulbuddin es aparentemente muy distinta. Su barba blanca y atildado aspecto le restan ferocidad y participa con soltura en entrevistas con los medios de comunicación sin perder la compostura ni balear a nadie. Ahora bien, sus pretensiones se antojan intactas y radicales. Los afganos, en fin, no pegan ojo.
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