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ZIGOR ALDAMA
Martes, 20 de noviembre 2018, 01:13
En el planeta hay lugares remotos y luego está la zona en la que habitan los dukha. Para llegar hasta estos criadores de renos de la taiga siberiana, en la frontera que separa Mongolia de Rusia, primero hay que tomar uno de los dos vuelos ... semanales que enlazan Ulán Bator y Murun, donde parece una exageración llamar aeropuerto al diminuto edificio que no han acabado de pintar, que tiene las ventanas tapadas por film plástico, y en el que los pasajeros del solitario avión turbohélice deben recoger las maletas por su cuenta.
Luego, en la capital de la provincia mongola de Khovsgol se debe pedir un permiso fronterizo especial y prepararse para conducir por pistas de tierra y montañas interminables durante día y medio, si hay suerte y el vehículo no se desintegra antes, hasta llegar a las instalaciones militares de Tsagaan Nuur, un pueblo que bien podría ser escenario de un 'western'. Allí, después de dar muchas voces frente a un portón de chapa, un militar desganado armado con un cuchillo al cinto da el visto bueno final. El último trayecto, sorteando las coníferas de la taiga, se hace a caballo y dura entre dos y seis horas, dependiendo del asentamiento que hayan buscado los dukha y de la pericia de los jinetes.
Pero la odisea merece la pena. Porque pocos pueblos son tan peculiares. Originaria del Ártico, esta tribu que llegó a sumar 200 familias está ahora compuesta por solo cuarenta -unos 250 individuos según diferentes fuentes- y es la última del planeta que mantiene su carácter nómada y cría renos -en torno al millar-. «Se mueven cada poco tiempo en busca del musgo que comen los animales, así que es difícil saber dónde estarán en cada momento», comenta nuestro intérprete, Jardenbek Akhmerei.
El primer contacto se produce en medio de un amplio valle, cuando hacen su aparición un padre y su hijo montados a lomos de sendos renos y tirando de otra docena de estos animales. Confirman que vamos por el buen camino y señalan la ladera de una montaña. Allí se encuentra uno de los asentamientos temporales en los que se dividen los dukha. Una quincena de familias ha levantado entre los árboles los tipis tradicionales en los que viven, muy similares a los de las poblaciones aborígenes de Norteamérica, y la modernidad solo se hace presente a través de las placas solares que vaticinan electricidad en el interior de las tiendas de campaña y las antenas parabólicas que llevan el mundo exterior a los dukha a través de los pequeños televisores de un par de familias.
Esos aparatos dan algo de vida al campamento durante la noche, pero son también los mayores enemigos de la tribu. A través de ellos, los jóvenes se acercan al atractivo modo de vida sedentario. Las series, los programas de entretenimiento, y las películas occidentales dibujan un espejismo de opulencia que contrasta con las espartanas condiciones de vida de la taiga. Y no son pocos los que deciden marcharse.
«Terminaremos desapareciendo», afirma cabizbajo Danaajav Gambosed, el hombre de 49 años en cuyo tipi nos alojamos. «Nuestros hijos van a la ciudad a estudiar y luego ven que allí hay más oportunidades. También es una vida más cómoda. De momento, nos salva que, según la tradición, al menos el primogénito debe quedarse con sus padres aquí».
Sin duda, cuesta creer que en pleno siglo XXI todavía haya tribus que apenas han modificado su forma de vida en los últimos milenios a pesar de que podrían haberlo hecho sin gran dificultad. Y es fácil de entender por qué muchos prefieren marcharse. Aunque todavía es octubre, la temperatura nocturna cae hasta los 12 grados bajo cero, y la estufa que hace las veces de cocina solo mantiene el calor hasta que se acaba la madera que quema. Sobre el durísimo camastro de madera, y sin la protección térmica que ofrecen las capas de lana con las que suelen recubrirse las yurtas mongolas, descansar es una utopía.
A pesar de ello, todavía quedan jóvenes que dan la espalda al asfalto. Es el caso de los recién casados Galaa Munkhuu y Uuganaa Borkhuu. Ambos pertenecen a la etnia dukha -hay sociólogos que consideran esta endogamia un problema-, contrajeron matrimonio hace solo 20 días y, a pesar de las ceñidas mallas que viste ella y la ropa térmica propia de los urbanitas que luce él, no tienen ninguna intención de abandonar el nomadismo. «Nos gusta vivir en armonía con la naturaleza. Sabemos que algunos de los que se han ido a la ciudad solo han encontrado miseria, pero aquí tenemos todo lo que necesitamos», afirma él. «En verano nos asentamos en zonas altas sin mosquitos y, cuando empieza a hacer frío, nos protegemos en el bosque», añade ella.
Pero la protección es relativa. Los lobos aúllan por la noche y los perros guardianes ladran como locos. En estas latitudes, la convivencia con la naturaleza nunca es pacífica, y los ataques son constantes. Con la salida del sol, llega el silencio. Solo lo rompe Gantuya Chulujir con el chorro de leche que brota de la hembra reno que ordeña. Es parte indispensable de una dieta en la que las verduras brillan por su ausencia. Eso, y el exceso de alcohol, hacen que los dukha tengan una de las esperanzas de vida más cortas del planeta. «Es un milagro que hayamos sobrevivido tanto tiempo», afirma Danaajav entre risas. Y razón no le falta.
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