El loco de Lavapiés
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La ira fue apareciendo poco a poco, sobre todo cuando cumplió los 50. Quería a toda costa parecerse a escritores del pasadomanuel vilas
Sábado, 13 de agosto 2022, 00:06
Me acuerdo de cuando mi amigo era joven y me acuerdo de sus sueños de ser escritor. Era un hombre apuesto. Y convencía a la gente. Nos hicimos inseparables. Nos quedamos solteros. Y al final nos fuimos a vivir juntos. Era yo el que tenía ... que trabajar de nueve a cinco, en una oficina. Aunque mi trabajo auténtico era cuidarle, estar allí, hablar con él, sustentarlo, darle sentido a sus monólogos, admirarme de lo que decía. Y por supuesto, ir a la compra, cocinar, limpiar la casa, planchar su ropa.
La ira fue apareciendo poco a poco; y sobre todo cuando cumplió cincuenta años. Quería a toda costa parecerse a escritores del pasado. Buscaba a aquellos escritores en donde pudiera encontrar consuelo. Lo encontraba en Oscar Wilde, en Franz Kafka, y en Federico García Lorca. Yo aguantaba sus infinitos discursos sobre por qué él era como ellos y por qué el mundo no sabía darse cuenta.
Las editoriales importantes rechazaron la que iba a ser, al fin, su novela de la madurez. Comenzó la ira. Y contra mí. Todo iba contra mí. Yo tenía que arreglarle el mundo, para que se sintiera cómodo, para que su fracaso no fuera visible. Yo le planchaba las camisas. Fregaba los platos, quitaba la grasa de las sartenes, la miserable grasa de aquellas carnes fritas que comíamos, porque nunca tuvimos lavavajillas.
En una ocasión, fuimos a la presentación de la novela de un conocido, publicada por la editorial que le había rechazado su gran obra. Al final del acto, hubo un turno de palabra. Pidió hablar. Comenzó a hablar de él, de su magistral novela inédita. Explicó el argumento de su novela, de cómo ese argumento era de carácter alegórico. Le rogaron que se callara. Siguió hablando y explicando su manera de ver el mundo. Volvieron a rogarle ya con insultos que dejara hablar al escritor protagonista. Volvió a negarse. Le abuchearon.
Fue corriendo su fama por los mentideros literarios de Madrid. Un conocido me lo dijo, «llaman a tu amigo el loco de Lavapiés», pues allí vivíamos, en el barrio de Lavapiés, allí teníamos nuestro piso de cincuenta metros cuadrados, en cuya minúscula cocina yo fregaba los platos.
Y comenzó a romper los pocos platos que teníamos cuando no aparecía su nombre en los artículos que se escribían sobre literatura española actual. Se refugiaba leyendo noches enteras a Dostoievski, a Cervantes y a Dante, o eso decía. Creo que nunca pasaba de la quinta página. De la quinta página de 'Crimen y castigo', de la sexta página de 'El Quijote', de la primera página de 'La Divina comedia'.
Comenzó a beber. No le interesaba el sexo, no le interesaba la política, no le interesaba la historia. Solo quería que sus visiones se encarnaran. A mí solo me quería para explicarme cómo eran sus visiones.
Contacté con un pequeño editor. Le pagué para que aceptara editar la novela de mi amigo. Le hice jurar que todo se haría sin que mi amigo supiera nada. Pagué bien. Era un tiburón. Podría haber comprado un lavavajillas con aquel dinero, y una colección de sartenes antiadherentes, y un colchón nuevo, y más cosas.
Logré que mandara el manuscrito. Yo mismo redacté la carta de contestación, donde se aceptaba la publicación de manera entusiasta. Sabía lo que tenía que decir de su novela. La había leído diez veces. Se la había corregido mil veces. Y conocía a la perfección lo que mi amigo deseaba se dijese de su tocho, porque no era un manuscrito de doscientas páginas sino de mil.
Le llegó la carta del editor. Ese día fue una fiesta. Quería ver al editor. Organicé la comida. Tuve que pagarle un extra al editor para que se aprendiera las frases que tenía que decir sobre la novela de mi amigo. «Usted quiere mucho a ese hombre», dijo el editor. Podría haber comprado cortinas con aquel dinero, nunca tuvimos cortinas.
Se publicó la novela. Tuve que inventarme una rueda de prensa. Rehipotequé el piso de Lavapiés. Ningún periodista de prestigio quiso venir a la rueda de prensa, como es natural. Pagué a tres actores, para que hicieran de periodistas.
Cuando vio que no salían las entrevistas en los periódicos, comenzó a defecar por el pasillo, a salir desnudo a la calle, a pegarle a los vecinos, que eran pobres emigrantes africanos o latinoamericanos, a saltar por las escaleras, porque la casa no tenía ascensor.
El banco se quedó con el piso. Y ahora vivimos en la calle. Yo le sigo queriendo, y yo creo que él a mí también. Ya no habla de libros, ahora compone canciones. Y me las canturrea al oído cuando nos vamos a dormir en el colchón que tenemos en un portal de la Gran Vía.
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