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ana maría tomás
Sábado, 20 de agosto 2022, 00:03
Adela no debía estar allí, sino en la Polinesia francesa celebrando su treinta y cinco cumpleaños. Y, encima, soportando las bromitas de mal gusto de su amiga, como si con eso lograra hacerle menos dolorosa aquella situación: las dos piernas y el brazo derecho fracturados ... y con más tornillos que en una ferretería. Hubiera preferido quedarse sola en aquella habitación de hospital hasta la llegada de su hermana que aguantar que la cuidara la 'japiflogüer' de Pepa, capaz de hacer chistecitos hasta de un entierro. Que si no pedías siempre que ojalá te tocara los 'ciegos', pues toma, se cumplió tu deseo: te tocó uno que —además de ir ciego de alcohol— iba conduciendo un coche; que si tú sí que sabes tomar una baja laboral; que si va a ser muy divertido ver cómo agarras las muletas con los dientes… Y la pava se reía como si aquello tuviese gracia.
Ambas habían comprobado que la señora mayor con la que compartían 'suite', además de estar sorda intermitente, o de conveniencia, presentaba igualmente una demencia quijotesca que la hacía enfrentarse a la cortina que separaba ambas camas con el mismo ímpetu que lo hiciera el caballero de la triste figura con los molinos. La noche compartida había sido toledana. A sus desaforados gritos los seguían sus insoportables ronquidos que daban paso a unas conversaciones con algún ente al que Adela se afanaba en localizar en el techo o en las paredes de la habitación.
La anciana era atendida por una solícita cuidadora con mejor intención que capacidad para controlar a la pobre mujer, que descorría la cortina a cada momento para preguntarle a Adela si se escapaban juntas por la ventana.
Pepa fue sustituida por la hermana de Adela, dado que ella precisaba de ayuda constante al no poder moverse de la cama para nada. La amable cuidadora también fue sustituida por el hijo de la chiflada, o eso fue lo que dijo cuando pidió disculpas por el comportamiento de su madre, quien, por enésima vez, desplegó la cortina que separaba las camas con el mismo triunfalismo que si derribara el bíblico muro de Jericó.
Aquel payo se presentó como hijo de la anciana, pero Adela miró alrededor buscando una cámara oculta, debía de tratarse de una broma más de Pepa, porque allí, ante ella, estaba el mismísimo dios vikingo Thor, encarnado en Chris Hemsworth. O era su doble. Tan guapo. Tan macizo. Tan bueeenorro. El hombre de sus sueños. Y ella, allí, de semejante guisa, con el brazo derecho bien levantado y rígido, como un Playmobil y las piernas escayoladas hasta la ingle (depilada, claro). No podía ser. Todo su cuerpo se revolucionó ante su presencia, o eso creyó ella.
Adela necesitó orinar y se murió —o casi— de vergüenza cuando la cascada mingitoria desbarató el silencio de la estancia, y más cuando su hermana desfiló ante los ojos del superhéroe provista de la cuña. Pero me muero, ahora sí, cuando sus tripas comenzaron a orquestar unos borborigmos incontrolables. Miró espantada a su hermana, que la tranquilizó recordándole el recado que le habría dado Pepa. Pero esta no le había dicho ni mu: le había suministrado, sin manual de instrucciones, el laxante que le habían prescrito los facultativos y que Adela engulló tomándolo por calmante.
La pobre Adela apretaba con toda su alma las nalgas mientras un dolor agudísimo la recorría desde la uñas de los pies hasta las puntas del cabello, al tiempo que la jodida vieja descorría una y otra vez la cortina para mirarla, y aquel educado guaperas pedía perdón a alguien incapaz de escuchar o de controlar un segundo más aquel maremoto de tripas, ruidos y olores que comenzaban a ocupar todo el espacio mientras el Thor intentaba disimular con poco éxito unas náuseas.
La hermana de Adela, ante lo que irremediablemente se venía encima, pidió al chico que saliera de la habitación unos momentos mientras le ponía a toda prisa a su hermana la cuña, pero cuando todo el contenido de las tripas de Adela hacía —a bombo y platillo— su acto de presencia, la anciana agarró con todas sus fuerzas el brazo de su hijo y descorrió de nuevo la cortina mientras reía a carcajadas desaforadas y le decía a su hijo un «mira como caga». El dios más fuerte de los dioses de la guerra —incapaz de desasirse de la loca fuerza con la que era agarrado, y no pudiendo soportar un segundo más el hedor que se había adueñado de la habitación— esparció, finalmente, una abundante arcada con la que roció de pizza parte de la cama de su madre.
Anegada de lágrimas, Adela comprobó, con alivio, que los dioses terrenales también vomitaban. Y se dijo: «¡Cuán afortunada eres: todavía te queda la mano izquierda para poder limpiarte el culo!».
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