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Animales de compañía

'Los seductores'

Juan Manuel de Prada

Viernes, 11 de Abril 2025, 09:35h

Tiempo de lectura: 3 min

Un poco a trompicones o salto de mata, entre compromisos engorrosos, he conseguido leer Los seductores (Random House), la más reciente novela de James Ellroy, que merodea la sórdida muerte de Marilyn Monroe (e, inevitablemente, su relación con los hermanos Kennedy). No es la primera vez que leo en parecidas circunstancias a este gigante literario, cuya escritura sincopada (tan poco literaria, por lo demás) siempre me ha subyugado. Nunca olvidaré la fascinación que me produjo una de sus novelas más características, American Tabloid, que empecé a leer derrengado en una cama de hotel, después de pronunciar una conferencia en un país muy lejano, en el breve receso que los organizadores me concedieron para asearme y descansar un poco, antes de asistir a una cena que se oficiaba en mi honor. Apenas pensaba picotear desganadamente entre sus páginas; pero empezar a leer aquella novela esquizoide y barullera, recorrida de truculencias y bestialidades, perfumada por ese hedor conspirativo que es el aroma inconfundible de Ellroy, fue como montarme en un tobogán que me conducía hasta un sótano de horrores deliciosos y paralizantes como la Gorgona. Completamente hipnotizado, tuve que llamar a mis anfitriones y excusar mi presencia en aquella cena, alegando una ridícula indisposición; y seguí leyendo sin descanso durante toda la noche, en un estado de insomnio febril, como atrapado en una pesadilla de la que no quería evadirme, abducido por una narración que tenía algo de animal felino que me arrastraba en su remolino de furia, mientras me asestaba mil dentelladas. Amanecí con la novela de Ellroy terminada como si me hubiesen centrifugado el alma.

Donde hubo nidos antaño no hay pájaros hogaño. El tiempo no pasa en balde

Cuando supe que Ellroy había vuelto a visitar en Los seductores la misma época en la que discurría la trama de American Tabloid (como los asesinos vuelven a visitar el escenario de su crimen), pensé que me aguardaba otra experiencia parecida; y el recuerdo de la que había gozado o padecido entonces me hacía salivar de placer. Pero donde hubo nidos antaño no hay pájaros hogaño; quiero decir que el tiempo no pasa en balde, ni para el escritor ni para quien lo lee. En Los seductores volvemos a encontrarnos con algunos rasgos medulares de la escritura de James Ellroy: la trama laberíntica y pululante de personajes que al principio aturde al lector, las excursiones por los cerros de Úbeda donde lucidez y alucinación han hecho maridaje, los saltos temporales y los giros abruptos de la trama que generan ese clima caótico donde de repente emerge la genialidad enfermiza de Ellroy, en batalla con los fantasmas caníbales que le roen las tripas. Pero aquí esa emergencia no llega a producirse; y la novela no acaba de enfocarse, tal vez porque le falta ese hedor conspiranoico que otorga unidad a las teselas del mosaico que Ellroy despliega siempre en sus novelas.

En las entrevistas que Ellroy ha concedido con motivo de la publicación de Los seductores se explica la razón por la que su última novela no termina de despegar. En todas ellas el autor se refiere a Marilyn Monroe con desprecio, desmitificándola y motejándola de tontita y superficial. Llama la atención que Ellroy tenga tan poco amor al personaje que actúa como motor y centro de gravitación de su novela; y esa falta de amor explica a la postre el descalabro del libro. Porque Ellroy necesita obsesionarse con sus personajes femeninos; necesita amarlos de forma desaforada y enfermiza, con un amor que sea a un tiempo testimonio clínico y descargo de conciencia: así hace con algunos personajes femeninos de su primer Cuarteto de Los Ángeles (incluso con los que ya están muertos, como la Dalia Negra, o sobre todo con ellos); así hace, en especial, con su madre en Mis rincones oscuros (tal vez la obra maestra de Ellroy, y la crónica del desgarro interior que explica toda su literatura). A Marilyn Monroe la detesta, o más bien la desprecia, la considera una choni barata; y su literatura pierde entonces esa gasolina frenética que incendia sus mejores libros, que es la rabia del hombre que se ha quedado huérfano y desea vengar el asesinato de la mujer amada, la humillación de la mujer amada, incluso la mirada lasciva lanzada por cualquier mindundi a la mujer amada. En Los seductores falta ese impulso vindicativo del amante rabioso; y por ello falta también ese desquiciado modo de hacer girar el universo entero en torno a la obsesión amorosa. Así Los seductores no logra montarnos en ese tobogán que conduce hasta un sótano de horrores deliciosos y paralizantes como la Gorgona.

Y ocurre también, ¡ay!, que Ellroy y yo mismo nos vamos haciendo viejos.