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1975, Granada. En la comisaría de la Plaza de los Lobos, un policía agarra con fuerza a Esteban Velázquez (Gran Canaria, 1947) y le atraviesa el cráneo con la mirada: «Tengo unas ganas de darle una hostia a un cura... pero no me das motivos, cabrón». Lo cierto es que todavía no era oficialmente cura, de hecho estaba en Granada para terminar su formación como jesuita. Él y otro religioso estaban presos por haber entregado una carta en nombre de las comunidades cristianas populares. «Pedíamos libertad para dos obreros que habían sido encerrados de manera injusta», recuerda. Aquella carta no sentó bien. Del interrogatorio no salió nada que les inculpara, «sólo habíamos entregado una carta», que fue lo mismo que dijo el juez en Plaza Nueva. Sin embargo, en aquellos años el Gobernador Civil podía poner penas incluso si no había delito. «Me dieron a elegir entre pagar 100.000 pesetas o ir a la cárcel. No iba a ser el niño bonito. Me fui a la cárcel con otros detenidos políticos». Al año siguiente, aquellos presos, en su mayoría ateos, le acompañaron en su ordenación como cura.
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Como cura obrero se remangó hasta donde pudo: en Canarias fue pintor y redero; en Córdoba trabajó en el algodón; en Alemania, con otros emigrantes, en la Mercedes; en la vendimia de Francia; en un hospital de Lyon; recogiendo melocotones en Lérida; barman en Benalmádena... «Ninguna acción social sustituye la experiencia de vivir como los últimos. A Dios sólo se le descubre entre la base y los pobres, cuando sudas lo que ellos sudan».
1989, El Salvador. Esteban lleva siete años en el país, tres de legal, en la capital; y cuatro ilegal, en la zona de guerra controlada por la guerrilla. Aquella semana fue la única en la que tuvieron guerra en la capital. «La ofensiva total», la llamaron. Esteban y un compañero se quedaron en la montaña y los vecinos les escondieron en un barranco. Una mañana, la radio les dio la noticia: habían matado al grupo de jesuitas que lideraba Ignacio Ellacuría. «Él se portó muy bien conmigo, se hizo cargo de mí», dice con brillo en los ojos. En la matanza del Mozote murieron un millar de personas, en su mayoría niños, «a sangre fría». «De las cosas que estoy más orgulloso en la vida, como jesuita, es de haber iniciado la vía legal. Conseguimos que Rufina Amaya, madre de víctimas y testigo de la matanza, declarara y si hoy está ese juicio en marcha es porque un jesuita no quería que sus compañeros fueran más que esos niños y movió todo lo que pudo para que se iniciara el juicio».
2012, Marruecos. A Esteban le encargan crear un equipo para trabajar con migrantes en Nador. «Nos centramos en temas de salud y ofrecíamos ayuda... Allí viven una tragedia diaria cerca de la valla y en los botes por el mar de Alborán. Crear ese equipo es una de las mayores alegrías de mi vida». Ese equipo sigue trabajando allí, pero Esteban no. En una de sus salidas del país, al pasar por la frontera de Melilla a Nador, un jefe de seguridad le estaba esperando: «Alto, usted no puede entrar». Pidió la razón y nunca se la dieron, le dijeron que eran órdenes de arriba. Al parecer, alguien estaba molesto con su labor humanitaria. «Algún día,' quizás cuente lo que pasó de verdad. Llevo cuatro años en silencio y aún no sé qué hacer». Allí parado, en la frontera de Marruecos, Esteban apoyó su mano con fuerza pero con ternura en el hombro del agente y le miró a los ojos, muy dentro: «Dígale a quien le haya dado la orden sólo una cosa: quiero mucho a este pueblo».
Mientras viajaba, en su mochila llevaba la Biblia, el libro de San Ignacio de Loyola y el Derecho Canónico. «Nunca he querido hacer nada en contra de la Iglesia, aunque no estuviera de acuerdo. Si la gente supiera la fidelidad a la Iglesia que nos mueve a los que a algunos les parecemos francotiradores... No actúo al margen, pero lo que nunca permitiré es que alguien se apropie de algo que es de todos. Aquí todos tenemos que hablar».
Ahora, en Granada, vuelca su experiencia vital (mucho más que estos episodios) en Jérez del Marquesado, algo que, espera, genere un bien mayor a la larga: «Para que la gente coma tiene que haber una revolución espiritual, que decía Lorca. Tenemos que convencernos de que el cambio que el mundo necesita es profundo, desde las entrañas».
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