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Hay veces que diez años no es nada. Y otras que tres meses parecen una eternidad. La fase uno ha llegado un poco más tarde a Granada, pero lo ha hecho por la puerta grande. Con una temperatura casi veraniega, cientos de personas ha regresado ... a su segunda residencia. El baño de mar y de sol está por ahora prohibido. Pero pasear por la arena o disfrutar de una comida con vistas a la playa es algo que hasta hace muy poco podía calificarse de utopía.
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La previsión se cumplió. En los accesos a Almuñécar y La Herradura la Guardia Civil controlaba que no se incumpliera la prohibición de la movilidad interprovincial. Los agentes aseguraban que desde el viernes habían notado un éxodo importante de ciudadanos procedentes de la capital granadina o de municipios del cinturón. Todos iban de camino a su segunda residencia. A esa ventana al mar de una provincia que siempre camina entre su horizonte en forma de montaña y su Mediterráneo, un poquito más abajo.
Una decena de chiringuitos habían abierto ya sus puertas a lo largo de la semana. El Bambú, en La Herradura, fue de los primeros. El mismo lunes ya estaba sirviendo mesas. Pero a este le siguieron unos cuantos a lo largo de todo el litoral. Y la cosa funcionó. Sin reserva, ayer, era prácticamente imposible comer en la playa.
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El presidente de la asociación de chiringuitos, propietario de un establecimiento en La Herradura, Paco Trujillo, se mostraba satisfecho con la reapertura. Han pasado meses malos, llenos de incertidumbre, pero ahora, a pesar de los cambios y las limitaciones, la sensación era de vuelta a la vida.
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Un poco más abajo, en la misma playa, en el quiosco Playa Mango, abierto desde el jueves, tampoco había hueco libre. «Podéis tomar una cerveza hasta las dos y media que tengo otra reserva», le decía un camarero a una pareja que se acercaba al local alrededor de las dos y diez de la tarde.
En Velilla, en el Primera Ola, todas las mesas estaban reservadas desde el viernes por la tarde. «y porque no podemos poner más», afirmaba su propietario, contento de poder reabrir después de tanto tiempo de dudas.
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Y las conversaciones y lo saludos eran de quien regresaba con ganas después de mucho tiempo. Este año más que nunca toca cuidar ese turismo de proximidad.
En las playas, eso sí, el trasiego tenía poco que ver con el de cualquier día con un sol de justicia como el de ayer. Sin poderse bañar, ni resguardarse bajo la sombrilla, era aventurado pisar la arena (que aquí son piedras) a más de treinta grados.
Hubo quien se saltó las normas, eso sí. En Salobreña, sólo durante la mañana, la Policía interpuso una decena de sanciones a personas que hicieron oídos sordos a la limitación de zambullirse en el agua. En otras playas del litoral también hubo quien se saltó la prohibición, con más o menos suerte de que lo cazaran los agentes.
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En Motril, la Policía Local también reforzó los controles desde el viernes por la tarde. Después de que el lunes se interpusiera una veintena de multas y ante la previsión, cumplida, de la llegada de visitantes de la provincia, el municipio se preparó para que el fin de semana transcurriera con la mayor tranquilidad.
Quedan aún al menos ocho días para que ponerse el bañador y lanzarse al agua sea una realidad. Ayer el mar era como un beso que se pierde sin dar. O como esa palabra que se queda en la punta de la lengua. Era un se mira pero no se toca. Pero ya queda menos.
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La Costa Tropical volvió a latir. Y la nueva normalidad se asimilaba mucho a la antigua cuando al coger la cerveza, los clientes se quitaban las mascarillas para brindar y beber, y el miedo de hace apenas un mes parecía una pesadilla de la que habían despertado. Cuesta ver si de esta hemos salido mejores, peores o exactamente iguales. De lo que no había duda ayer al cruzar de punta a punta el litoral es de que la vida estaba ahí fuera, esperando. La nueva normalidad puede ser un abrazo que no esperabas en la puerta de un ascensor o una mirada al mar desde la orilla. Todo con cuidado. Que no hay nada peor que volver a perder lo que hemos recuperado.
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