La vida social de Patricia y Raquel no ha vuelto a ser la misma desde finales de 2021, cuando un hombre les propinó una paliza tras hacer comentarios sobre su homosexualidad. Recibieron empujones, codazos, patadas y hasta un botellazo. «Casi me mata», recuerda Raquel con ... un nudo en la garganta. Aquel episodio concluyó con una sentencia condenatoria que le obligaba a pagarles 600 euros por dos delitos leves de lesiones -aún no han recibido el dinero-. El sujeto se propasó con las chicas bajo la atenta mirada de varios testigos hasta que una mujer y un hombre se acercaron a socorrerlas.
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«Recurrimos y no nos llegó la apelación. La magistrada no vio un delito de odio, a pesar de que nos dijo que necesitábamos una buena polla y nos hizo comentarios previos sobre que él no era homófobo», explican las motrileñas. La ambulancia las llevó al centro hospitalario y de ahí fueron directas a denunciar. «Yo quería una orden de alejamiento. No sabía sus intenciones», manifiesta Raquel.
Estuvieron tres meses sin salir de casa y nada volvió a ser lo mismo. «Aquello nos marcó», sentencian. El miedo a un comentario o un golpe por el simple hecho de quererse se apoderó de ellas. Dejaron de salir solas por la noche ante el temor de cruzarse con «borrachos» que las hagan sentir incómodas. «Intentan ligar con una o con las dos, no respetan que seamos novias. Se piensan que vivimos en una película porno y les da morbo, pero lo hacen porque somos mujeres. A una pareja heterosexual no se le acerca un hombre a ligar con la chica. No podemos ir tranquilas por Granada de noche», expone Patricia.
Si se dan la mano o un beso notan las miradas, los comentarios, «los babosos que se pegan a bailar». «Siempre estamos alerta por si pasa algo. Ya me siento reacia a darle un beso», lamenta Raquel. Hasta les echaron una foto en un bar de un pueblo de Jaén porque se dieron un pico. Las acciones son siempre ejecutadas por hombres, a excepción de un día. «Una mujer nos dijo que ojalá su hija no saliera como nosotras, quería que fuera normal. Se refería a que no fuese lesbiana», detallan. Ambas creen que la sociedad es cada vez menos tolerante. «Entiendo que haya personas de ochenta años, de otros tiempos, a las que les cueste aceptar la homosexualidad, pero no que ese odio esté en nuestra generación. Es un atraso increíble», concluyen.
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El Observatorio Andaluz de la LGTBfobia denunció el pasado mes de diciembre la aparición de una pintada junto a la casa en la que Javier vive con su pareja, en Albolote. Decía: «Fuera maricas VIH. No os queremos». El asunto fue a mayores hace un mes, cuando recibieron una carta intimidatoria en el buzón de su vivienda. «Hola vecinos, no nos hemos olvidado de vosotros. Tendréis noticias», señalaba el texto. Iba acompañado de una fotografía de ambos bajo el punto de mira de un arma. La investigación está en manos de la Benemérita.
«Me siento como si fuera un guardia civil en el País Vasco en tiempos de ETA. Jamás me habían puesto en el punto de mira. El peso cae sobre tu nuca, piensas que alguien quiere acabar con tu vida y es muy grave», cuenta Javier, que se siente «intimidado y violado». «Saben dónde vives y tienen información sobre ti, sin entender el motivo que puede llevar a alguien a hacer eso», expone Javier, que cree que les quieren castigar por ser como son. «Estamos retrocediendo como sociedad», apunta.
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Javier vivió su infancia y adolescencia en Granada. No se la desea «a nadie». «Fue terrible, era el hazmerreír, siempre estaba señalado», recuerda. Su condición sexual no era aceptada en su entorno escolar, por ejemplo. Después se mudó a Mallorca, donde como mucho fue objeto de algún chiste, pero por lo general no tuvo problemas. Al regresar a Granada se ha encontrado con los dos ataques. «Pienso que he vuelto a mi ciudad y todo está peor. Y sin saber por qué», señala.
Adhara Evgenieva llevaba mucho tiempo incómoda con su cuerpo. No le gustaba lo que veía en el espejo. Una profunda depresión le hizo reflexionar sobre el origen de sus demonios. No fue fácil rebuscar en su interior, pero acabó encontrando su camino. Había nacido en un cuerpo equivocado. Era aún una adolescente cuando se lo comunicó a su entorno. Ahora, a sus 19 años, está feliz, aunque sigue encontrando trabas a diario.
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Como es lógico, su familia no se lo esperaba, pero siempre ha tratado de apoyarla. En el ámbito escolar lo ha pasado peor. «Muchos me decían que me lo pensara, que era una decisión precipitada, a pesar de que llevaba mucho tiempo atormentada. A los que no lo han asimilado les dejo tiempo, es razonable», confiesa. Encuentra situaciones desagradables a menudo, como no poder ponerse un top de tirantes -sus compañeras sí pueden- o no poder escribir en los exámenes su nombre actual, que ya figura en el registro. Por otro lado, encontró algunos profesores que siempre la han ayudado.
Adhara, que nació en Kazajistán y llegó a Granada con cuatro años, nota las miradas y el comentario más común: «Mirad, una chica trans». También le hacen preguntas innecesarias, como si se está hormonando o si se va «a operar lo de abajo». «No se nos ocurre preguntarle a una mujer si se va a operar el pecho, pero si es la operación de una persona trans es más escándalo», asegura la joven.
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Una de las peores situaciones llegó de la mano de una persona con la que tuvo que convivir una semana y le prohibió «todo lo relacionado con el tema trans». Ni vestidos, ni maquillaje, ni el pronombre 'ella'. «Quería que esos días fuera un tío. Lo pasé realmente mal», recuerda. Por otro lado, es consciente de que no la han contratado en algunos trabajos «por el hecho de ser trans». «Si de por sí es difícil encontrar empleo, creo que lo tenemos aún más difícil», insiste.
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