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Viernes, 28 de Junio 2024, 08:47h
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Cada pocos meses, Scott Swift agarraba el teléfono. En la agenda: su hija adolescente, Taylor. Sentado en la casa familiar marcaba un número tras otro; antiguos profesores, amigos, familiares, músicos que habían grabado alguna maqueta con ella... A todos les ponía al día de sus éxitos. Scott, además, hablaba bien. Banquero de tercera generación y asesor financiero, aquella labor de relaciones públicas parece que funcionó. Hoy, Swift, de 34 años, es multimillonaria y más un fenómeno sociológico que una estrella del pop. Sus álbumes son devorados por sus insaciables fans, los swifties. Solo este año ha vendido el equivalente en descargas a cinco millones de álbumes, lo que la convierte en la artista con más éxito de 2024.
Hemos recorrido la ruta de Taylor Swift a través de Estados Unidos para intentar comprender el origen de ese éxito. El viaje nos lleva a Pensilvania, donde se crio; a Nueva Jersey, donde la familia pasaba largos veranos; y a Nashville, donde se mudaron cuando Taylor tenía 14 años para ayudarla a triunfar.
«¿Qué hago con esta niña?», le espetó Scott a un amigo, asombrado ante el talento y la determinación de su hija; una mocosa charlatana y dotada de una extrema sensibilidad que escribía poesías y poesías sin parar. En las colinas de Pensilvania se encuentra la primera casa de Swift. Es la antigua granja donde pasó sus primeros 10 años. Su padre, que ahora tiene 72 años, trabajaba en la empresa de inversiones Merrill Lynch. La madre, Andrea, que ahora tiene 66, era una ejecutiva de marketing nacida en el seno de una familia adinerada que creció entre Singapur y Houston (Texas). Andrea y Scott se conocieron en una fiesta y se casaron en 1988. Taylor fue su primer bebé. Luego vendría Austin.
Taylor fue a una guardería Montessori y luego la cambiaron a un colegio privado para cursar primaria. En la comarca, la familia era conocida por su solvencia económica: conducían una Chevrolet Suburban y mandaban postales de los estupendos lugares que visitaban en las vacaciones. También eran conocidos por su generosidad. Cada año se publicaban los nombres de las familias que más dinero donaban a la comarca, y los Swift solían ocupar el primer lugar.
Maureen Pemrick, de 77 años, dio clases a Swift en primero de primaria. A esta profesora lo que más le llamó la atención de inicio en ella fueron sus rizos. «Era un pequeño rayo de sol que iba de aquí para allá», dice. Una tarde, a la hora de irse a casa, Swift sugirió que la clase se diera un abrazo en grupo. «Reunió a los niños y empezó a apretarlos –dice la profesora–. Y desde entonces lo hicimos así».
Otros la recuerdan como una soñadora. «Quiero ser agente de Bolsa –escribió Swift en su anuario a los 6 años–, porque mi padre lo es». En segundo curso ya había cambiado de opinión; quería ser cantante. Barbara Lenzi, de 75 años, fue su profesora de arte durante cuatro años. «Era el tipo de niña que te atraía; segura de sí misma (toda su familia lo era), pero sin exagerar. Lo demostraba en su forma de andar; nunca parecía intimidada. Voy a enseñarte algo –dice encendiendo un antiguo televisor–. Ábrete, sésamo», le conjura a la máquina introduciendo un CD en una ranura. Tras el hechizo aparece una Taylor Swift de 13 años en el escenario de su colegio. «He estado en muchos lugares solitarios», entona la niña; una letra propia. Después de la actuación acepta con naturalidad preguntas del público.
En la Academia de Teatro Juvenil, donde muchas niñas acudían después del colegio, Swift era la estrella: interpretó a Sandy en Grease y a Maria en Sonrisas y lágrimas. «Era la más dotada», dice Marjorie, de 56 años, cuyos hijos estaban en el mismo grupo. «Destacaba. Una vez que estaba en el escenario, no podías apartar los ojos de ella». Tras la actuación, Swift regalaba fotos suyas a los niños de los cursos inferiores.
Los veranos iba a un campamento de artes escénicas dirigido por Britney Spears y antes de los partidos de béisbol local cantaba el himno nacional. Con 9 años, Swift ingresó en la escuela secundaria y la familia se mudó de casa. Allí, desde los 11, aprendió a tocar la guitarra. Su profesor particular era Ronnie Cremer, que le daba clase dos veces por semana durante tres horas después del colegio. «Era dulce, amable y entusiasta. Nunca fue una virtuosa de la guitarra, pero la idea era enseñarle a proyectarse en un micrófono y tocar con el piloto automático de tal manera que le permitiera actuar». Escuchaban a los Beatles y analizaban los estilos de los miembros de la banda mientras aprendía a poner acordes a sus propias letras en su cuaderno.
«Su padre era el hombre del dinero –cuenta este profesor–. Podía vender hielo a los esquimales. Andrea era la que mantenía a Taylor a raya. Tenía los ojos puestos en ella». Swift siempre ha mantenido un estrecho vínculo con su madre. «Hubo momentos en la escuela en los que no tenía muchos amigos –reconocía Taylor en 2008–. Pero mi madre siempre fue mi amiga. Siempre».
Pat Garrett es el dueño de un lugar de conciertos al aire libre donde se celebran actuaciones de country. Al lado, antes tenía un bar donde organizaba concursos de karaoke. «Una semana –recuerda el empresario– se presentaron Taylor, de 11 años, y toda su pandilla para el concurso de karaoke. El ganador abriría el espectáculo en el anfiteatro. Ella se lo llevó de calle y fue mi telonera». A partir de ahí tocó con la banda de Garrett en ferias y festivales country ante miles de personas diciendo: «¡Hola a todos, soy Taylor!». «Entendía el show business», dice Garret. Su cuaderno, asegura, estaba lleno de garabatos con sus propios autógrafos. «Pero lo hacía bien».
Un día, cuenta Garret, el padre de Taylor le preguntó qué hacer con su hija. «Le dije: 'Aquí, en Hershey, hacen bares. En Detroit hacen coches. Y en Nashville hacen estrellas. Múdate a Nashville'. Y él asintió con la cabeza. El resto es historia, supongo». Los Swift pasaban el verano en su casa de vacaciones de Nueva Jersey, cerca de la costa. Durante los calurosos días de agosto, Swift se paseaba con su guitarra a la espalda mientras su madre les repartía a los vecinos sus primeras maquetas y llamaba al café local para preguntar si su hija podía cantar por las noches.
Lois Hamilton, de 75 años, es una vieja amiga de la familia y vive al lado de la que fuera su casa de verano. Recuerda que Taylor era «guapa y segura de sí misma», pero no tenía muchos amigos. «Era solitaria, se sentía feliz en su habitación. Allí cantaba constantemente y escribía».
Durante unas vacaciones, cuando tenía 11 años, sus padres la llevaron a la Music Row de Nashville, donde la niña repartía CD de sus maquetas. «Yo decía: 'Hola, soy Taylor. Tengo 11 años. Quiero un contrato discográfico, llámame'», ha contado ella misma. El contrato llegó al cumplir los 13. Cerró un acuerdo con RCA y se convirtió en la compositora más joven de la historia de la discográfica.
Un año después, los Swift se mudaron a Hendersonville, en Nashville, donde había vivido Johnny Cash. Cremer, el profesor de guitarra, dice que la familia lo llevó allí en avión para construir un estudio para Taylor. Le dieron unos diez mil dólares para el equipo. Luego le compraron un autobús que Cher utilizaba para las giras, lo renovaron y colgaron un letrero con letras de bronce que decía: «Nunca, nunca, nunca te rindas».
Cuando Taylor llegó a su nuevo instituto, hizo una entrada apoteósica diciendo a la gente que iba a ser una estrella. «Pusimos los ojos en blanco. Era una afirmación muy fuerte para alguien de esa edad», dice una antigua compañera. Casi de inmediato empezó a salir con un chico mayor que ella, pero la cosa no pasó de unos meses. Taylor era una chica popular, con un «look preppy algo country». Muchos pensaban que era «un poco pija». Y su opinión no cambió cuando a los 16 años se compró un Lexus SC430 descapotable.
En Nashville, la discográfica la emparejó con varios compositores. Uno de ellos fue Angelo Petraglia, de 70 años, ganador de un Grammy. «Dios mío, me van a traer a una niña de 14 años –recuerda Petraglia–. No sabía cómo escribir canciones para una niña. Pero fue increíble. Ella no tenía miedo. Sabía lo que quería».
Otro de los compositores con lo que la pusieron a trabajar fue Ellis Orrall. «Entre Angelo y yo sumábamos más de 100 años de experiencia –dice Orrall–, pero recuerdo que Angelo le propuso una música y ella simplemente dijo: 'Hum, no sé, Angelo, suena un poco trillado'. Y fue como: '¡Boom!'. De diez canciones que escribía, una era absolutamente perfecta. Y cada año la proporción no ha hecho más que aumentar».
A pesar de la cantidad de canciones que presentaron –unas 25–, la discográfica les dijo que necesitaban 60 días para evaluar el trabajo, cuenta Ellis Orrall. A la familia no le gustó esa respuesta. Tras una reunión familiar, los Swift se marcharon. «Fue extraordinario. El mayor error de la historia de las discográficas».
Ellis Orrall sugirió a los Swift que prepararan un dosier de prensa para repartirlo durante una actuación suya en el Bluebird Cafe de Nashville, donde iban muchos de la profesión. Orrall invitó a subir a escena a Taylor y tocaron juntos. «Esa noche le conseguimos un contrato discográfico», rememora. Scott Borchetta, que había creado su propia compañía, Big Machine Records, estaba entre el público y «había encontrado a la persona en torno a la que podía construir su empresa». Swift tenía 15 años. Inmediatamente, el padre de Taylor compró acciones de Big Machine por valor de 500.416,66 dólares, el 5 por ciento de la compañía. El álbum debut de Swift salió a la venta en octubre de 2006 y se convirtió en el disco que más tiempo ha permanecido en la lista Billboard 200 de la década, con siete discos de platino.
Hasta que, de nuevo, se marchó. «Durante años pedí (a Big Machine), supliqué por una oportunidad de ser dueña de mi trabajo», escribió Taylor. En 2018 se fue a Universal, que le dio la propiedad sobre su música. En junio del año siguiente, Borchetta anunció que vendía su compañía al empresario Scooter Braun por 300 millones de dólares; el acuerdo incluía el catálogo antiguo de Swift. El padre de la cantante, al ser accionista, se llevó un buen pellizco con la operación: 15,1 millones de dólares.
La cosa cambió en 2020. Ese año se volvieron a vender los derechos de las primeras canciones de Taylor a otra empresa. Swift, enfadada por haber perdido el control de esas canciones, decidió recuperar los derechos regrabando sus seis primeros álbumes, una brillante jugada comercial que propulsó sus viejas canciones de nuevo a las listas de éxitos.
El padre de Taylor, Scott, sigue ligado a diez empresas vinculadas con su hija, incluyendo merchandising y gestión de derechos; Andrea, la madre, tiene un papel en «cada decisión que tomo», según la cantante; y su hermano Austin nunca anda lejos. «Siempre bromeo diciendo que somos una pequeña empresa familiar», dice Taylor. Una empresa familiar que, cuando ella sube al escenario ante cien mil personas y las luces parpadean, pone millones de dólares en movimiento. Este fue siempre, siempre, el plan.