Edición

Borrar
Vecinos de Íllora, durante la concentración del lunes 15 para condenar el homicidio de Juan. ALFREDO AGUILA
La semana más dura de Íllora: «No es un problema gitano»

«No es un problema gitano»

Íllora ha vivido la semana más dura de su historia. La muerte de Juan, asaltado en el ferial, colmó la paciencia del pueblo, que pide justicia contra los acusados

Domingo, 21 de agosto 2022, 00:36

La lona blanca está colgada de una reja, en la fatídica esquina de la calle Diego de Siloé, tapando el anuncio de una pizzería. «Justicia para Juan», se lee en unas letras grandes y negras, acompañadas por un largo crespón. Delante, la periodista de Telecinco entra en directo en el programa de Ana Rosa, pisando sobre las flechas que todavía marcan el reguero de la tragedia. «Íllora sigue en tensión. Anoche los vecinos…». A lo lejos, un joven sube la cuesta que termina directamente en la puerta de la caseta disco del ferial.

El chaval tiene el pelo rapado por los lados y largo por la coronilla, como dicta la moda. Viste una camiseta gris, zapatillas de deporte y lleva una mochila en la espalda. Va al gimnasio y tiene 16 años. «No lo conocía mucho, pero me pilló aquí –dice–. Le atacaron dentro de la caseta, se salieron fuera y siguió la pelea. Juan cayó al suelo y… –la voz se le quiebra y carraspea–. Yo venía de mear de allí mismo y me encontré todo. Buenos días, por cierto», se despide.

Conexión en directo, desde el lugar del suceso. J. E. C.

En el pequeño parque frente a la casa de Juan hay tres sombras charlando, de 60, 71 y 84 años. «Lo que pasa es lo que pasa, que han matado a ese vecino nuestro –el de 60 señala con fuerza hacia la fachada– y ya está». Juan, de 19 años y estudiante de Inef en la Universidad de Almería, murió el lunes y parece que fue hace un lustro. Aquella madrugada, los móviles gritaron de una mesita de noche a otra, entre la más profunda e impotente tristeza y la rabia más iracunda. El pueblo en bloque salió a la calle y clamó justicia, señalando a una familia muy concreta como responsable. «El pueblo se mostró unido y así debe ser. No hay miedo. Pero mi nombre no lo pongas, pon el nombre de Íllora y ya está. O inventa uno, Antonio, si quieres», termina el Antonio de 60 años.

«Este no es un problema gitano –continúa Antonio de 71–. Es una familia problemática. La prueba es que los mismos gitanos de aquí no los aprueban y han estado en las manifestaciones. Más claro, el agua». El otro Antonio, el de 84, asegura que ha visto «muchísimas cosas» en su vida en Íllora, «pero nada como esto». El hombre echa la vista atrás y recuerda un grave y reciente suceso en el que el relojero del pueblo disparó contra uno de los jóvenes de la familia en cuestión. Este último ingresó en la UCI y el presunto agresor, en la cárcel. «¿Eso es ley? El relojero se defendió con una escopeta de plomos...».

Una mujer que se llama María, como todas las vecinas de Íllora, escucha la conversación de los Antonios y se acerca. «La familia del agresor sigue por aquí y se pasea por el pueblo para provocar. No hay derecho. Hemos creado un grupo para hacer fuerza y que no vuelvan. Ni los propios gitanos de Íllora los quieren aquí –resopla, mientras aparta la mirada de la casa de Juan–. Lo que no hay derecho es que haya un chiquillo de 19 años, tan noble, tan bonico, que se lo hayan cargado».

Vida tranquila

«Un café solo, Antonio», pide un Antonio en uno de los bares del pueblo. «Aquí siempre ha habido una vida tranquila, nunca pasaba nada. A ver, de vez en cuando desaparece un saco de aceitunas, pero como en todos los pueblos», reflexiona con el primer sorbo. «Todo empezó cuando llegó esta familia, hace años. Vinieron con niños chicos y los acogimos en el pueblo. Pero esos niños han crecido y han salido mal. Y no es cuestión de si son rubios, morenos, altos, bajos o gitanos. El racismo es una tontería. Aquí hay gitanos de toda la vida, gente muy honrada y muy querida».

La televisión, colgada sobre la barra, da unos datos sobre el auto judicial del homicidio de Juan y Antonio, el camarero, sube un poco el volumen. Cuando termina, lo baja otra vez. «Juan era un chaval ejemplar. Es una desgracia. Esa gente les tenía amargados desde hace tiempo. A veces, él y su pandilla iban a tomar algo ahí al lado y se tenían que levantar cuando llegaban ellos».

Desde el otro lado del bar, otro Antonio se lamenta mientras golpea con el puño en la mesa.

A. A.

En su tienda, Antonio cuenta que regresó al pueblo tras pasar diez años fuera. «Volví hace cinco años y esta gente ya estaba aquí. Y se notaba. Yo salgo poco, del trabajo a casa y poco más».

Por la Plaza del Ayuntamiento, María, de 42 años, camina a paso rápido con sus hijos de la mano. «Esto es una olla a presión. Como pase algo, por poco que sea, esto explota», dice.

Cerca de allí, dos Marías descansan en el tranco de una puerta. «He estado dos días sin venir a trabajar porque tengo ansiedad y depresión y no quiero saber absolutamente nada. El móvil, cuando llego a casa, no lo pongo. Ni me meto en el Facebook ni nada. Soy madre de tres y tengo una pena muy grande… 'Contri' menos sepa, mejor. Estoy muy afectada». La otra María, a su lado, añade: «Esto afecta a 'to' quisqui. Cuando llueve se moja 'tol' mundo».

La verdad del pueblo

En las ventanas de Íllora es tan fácil encontrar enanitos, ranas y duendes de cerámica, como carteles de inmobiliarias de 'se vende'. «¿Quién es el último?», pregunta María, de 70 años, al llegar a una frutería. «Tiene que hablar la justicia –delibera–. Aquí gitanos y castellanos nos hemos llevado estupendamente toda la vida. Pero esta familia ha llegado y no… Una sandía, por favor». El frutero, Antonio, continúa: «Esa es la verdad del pueblo. Aquí no hay racismo, hay miedo a una familia. Aquí tienes la sandía, María, ¿qué más?». «Un kilo de melocotones –responde María– Mira, yo me vine con ocho años y mi padre puso una tienda en la Fuente Apolo, en medio de los gitanos, y jamás, jamás, jamás tuvo un problema. Pero la gente se ha calentado y se ven cosas que no son. Íllora es muy pacífico y esto es una pena muy grande, muy grande, muy grande porque el chiquillo era ejemplar», llora María, con la bolsa de fruta llena.

Antonio, con el conejo. J. E. C.

Lejos, en una de las estrechas y encantadoras callejuelas del pueblo, un puñado de gallinas cacarean desde el interior de una pequeña granja. Antonio, de 87 años, abre el pestillo de una jaula y coge del pescuezo a un conejo. «No soy de aquí, me vine hace diez años cuando me quedé solo. Me vine con mi sobrina, pero ha muerto por el bicho ese, no el último, el de la tos, el bicho por el que se te olvidan las cosas». Antonio clava el cuchillo al animal y le raja de arriba abajo. «La violencia nunca es buena», dice. «Pero esto no se puede olvidar».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

ideal «No es un problema gitano»