ÁNGELES PEÑALVER
Jueves, 2 de agosto 2018
La cirujana Pilar Espejo (Adra, 1958) se crió en la provincia de Almería hasta que con nueve años hizo mudanza junto a sus hermanos mayores rumbo a Granada, donde se instalaba cada curso académico para estudiar, primero en el colegio de la Presentación, luego en el instituto Ganivet y, finalmente, en la facultad de Medicina. Cada verano tocaba retornar al paraíso, a Adra, el pueblo donde su padre ejercía de practicante y donde ella, la menor de cinco hermanos, no paraba de correr y nadar con el Mediterráneo de fondo.
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Quedaban atrás los uniformes escolares y más tarde la vestimenta obligatoria del instituto femenino Ángel Ganivet: «Aquel jersey de cuello alto y color beis que -dice con risas- estaba deseando quitarme».
«Mis primeros recuerdos infantiles están en la playa de San Nicolás de Adra, nadando junto a mis hermanos y amigas, haciendo 'puícas' -tirándose de cabeza-, yendo de una playa a otra... era una niña muy atrevida e inquieta físicamente. Estábamos criados en la libertad y en la responsabilidad, en el autocontrol, aunque ahora que lo miro con perspectiva éramos un poco temerarios», se ríe.
«Era muy chica, no tenía más de siete años y en mi pueblo había una emisora (Radio Adra) que nos invitaba a los niños todas las tardes de verano. Íbamos allí, cantábamos y cuando terminábamos nos regalaban una chocolatina, que por aquel entonces era un regalo muy preciado», recuerda también Espejo, a la que se le llena la boca al recordar aquel verano de 1965.
En aquella primera juventud de esta licenciada en Medicina y Cirugía por la Universidad de Granada y experta en Gestión de Servicios Sanitarios y Sociales y en Bioética había correrías playeras por la mañana, aunque la prole de los Espejo siempre estaba convocada a las dos de la tarde -«bien vestida»- para sentarse a la mesa. El ritual del almuerzo era sagrado para los padres de Pilar Espejo, quienes disfrutaban de la compañía de sus cinco hijos, aún más cuando estos empezaron a estar en el exilio cultural -en Granada- durante el resto del año tratando de buscarse un futuro académico.
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«De adolescentes, después de horas charlando en la sobremesa, a veces se nos juntaba el almuerzo con la cena. Es que, cuando los hijos nos fuimos a estudiar fuera sólo nos reuníamos en Adra con mis padres en Semana Santa, Navidad y verano y aquello era una fiesta. Bien es cierto que mi madre se venía al piso a hacernos de comer en la época de exámenes», evoca la sanitaria, quien sigue teniendo su lugar de residencia y sus recuerdos guardados en su casa de Adra.
La carretera desde la capital al pueblo, en la Alsina, era infernal. El retorno al paraíso playero estaba jalonado de mareos, vómitos y cuatro horas terroríficas de ganas de ver a sus padres. Y poco a poco, con el paso de los años, aquellos largos días de playa, en lugar de acabar jugando al tenis de mesa y de charla con las amigas, llegaban a su fin en el baile, con las orquestas estivales que desfilaban por los pueblos...
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«Rematábamos las noches en la terraza La Granja, con nuestras granizadas de limón. Aprovechábamos cada instante y eso se lo he inculcado a mis hijos: hay tiempo para todo. Dos hermanos míos hicieron Magisterio, dos estudiamos Medicina y otro, Farmacia, sabíamos lo que teníamos que hacer, no cabía otra cosa», se despide la doctora.
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