El saludo de la reina Pepita, la abuela granadina que ve a sus nietos desde el balcón
Historias desde el balcón ·
Cada día, durante el aplauso, esta granadina -de adopción- de 78 años, otea el horizonte y sonríe al ver a su familia a lo lejos: «Es todo un privilegio. Algo que cualquier madre o abuela desearía»
Dos niños aplauden desde su balcón a las ocho de la tarde. En el edifico de enfrente, como todos los días, una señora saca medio cuerpo por la ventana y, con una sonrisa radiante, balancea sus brazos al horizonte. Los niños la observan con curiosidad y preguntan «¿a quién saluda?», mientras intentan localizar entre las fachadas a alguien que le devuelva el gesto. «Parece una reina maga», dice uno de los pequeños que, al ver que no hay nadie al otro lado, decide saludarla él mismo.
Y así, jornada tras jornada, hasta que una tarde de domingo la señora, enternecida por el «¡hola!» de los niños, les grita que se llama Pepita. «¡Son mis hijos y mis nietos!», añade. «¡Allí, allí!», señala con el dedo a lo lejos, muy lejos, a una ventana de la que asoman un puñado de cabezas irreconocibles para cualquiera pero no para una abuela orgullosa. «¡Mi familia!».
Pepita Paredes tiene 79 años y está sola en casa. Nada más decretarse la alerta por el coronavirus, María José, Luisa y Narciso, sus hijos, la llamaron y le dijeron que iban a verla a lo que ella, incuestionable, respondió que no, que no venía nadie, que tenían que quedarse en casa, que ella estaba bien. «Hay que mentalizarse de que esto es una etapa que nos ha tocado y de que, quizás, vaya a perder dos años de mi vida. Y dos años, con mi edad, es mucho. Tenemos que resignarnos pero yo trato de hacer vida normal».
Pepita es una mujer fuerte, curtida en un centenar de batallas desde que salió de su Sevilla natal, hace más de 60 años. Con su empresa viajó por todo el mundo, incluso a China, «de la que tanto se habla ahora». Hace ya dos décadas se divorció y se quedó sola en el piso. «Bueno, sola. Nunca he estado sola –aclara–. Mis hijas viven cerca y llevaban 20 años desayunando conmigo cada mañana. Y mi hermano Emilio venía todos los días a comer. Solía guisar para él y para mis hijas todos los días. Ahora, claro, no guiso tanto. No sé guisar para menos».
Luego están los nietos, hijos de María José y Luisa: Ricardo, María José y Luisa, los mayores; e Ignacio, el pequeño. Cuatro nombres que, nada más pronunciarlos, se le corta la voz. «Es hablar de ellos y me emociono. Son buenos y cariñosos. Venían muchísimo a visitarme. Como sus padres, mis yernos, que son buenísimos. Ellos son los que me traen la compra, sobre todo Ignacio, cuando sale a trabajar».
Y a ellos, a todos, los intuye cada tarde, a las ocho, trescientos metros más allá, asomados desde la quinta y la séptima planta de la urbanización en la que viven, agitando brazos como el marinero que anuncia tierra a la vista. «Me llaman por teléfono y hacemos videollamadas. Pero poder verlos así, sin pantallas, es todo un privilegio. Algo que cualquier madre o abuela desearía».
Familia
Dan las ocho y las palmas resuenan. María José y su familia se agolpan en el ventanal que da al interior de la urbanización para devolverle el saludo a la abuela. «Ella está sola y en una persona mayor el tiempo es oro. Por eso hay que aprovechar cada momento, aunque sea así, a lo lejos». El balcón de Luisa está en la misma Pedro Antonio, una manzana más allá del de Pepita. «Estamos muy unidas a mi madre. Lo primero que hago cada día es llamarla, le pregunto cómo está y le digo que ya queda un día menos para que nos den el alta».
«Ella está sola y en una persona mayor el tiempo es oro. Por eso hay que aprovechar cada momento, aunque sea así, a lo lejos»
Pepita no para en todo el día. Ahora está tejiendo una colcha y unas cortinas compañeras para el dormitorio de la playa, que está el cuarto muy triste y lo quiere alegrar. También hace torrijas, natillas, leche frita o arroz con leche, entre otras delicias, para que su yerno le lleve a la familia, cuando le deja la compra. Y le gusta el ganchillo. «¡Hago lo que todas las abuelas!», bromea. «Y a las ocho, todos los días, me asomo a saludar a la familia». Como una reina.
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